San Martín es el padre de la Patria. Freud, el padre del psicoanálisis. Sarmiento, el padre de la educación. Mi padre fue sólo mi padre y el de mis hermanas. Por eso, no figurará en la Wikipedia ni en los libros que narran la Historia que se escribe con hache mayúscula, pero nunca dejará de ocupar un lugar heroico en la mía, que en relación con la magnitud histórica de la higuera bajo la que tejía doña Paula Albarracín, madre de Sarmiento, es apenas una semilla de historia bonsái.

Bajo la palabra huérfano el diccionario de La Real Academia Española consigna: “Dicho de una persona menor de edad a quien se le han muerto el padre y la madre o uno de los dos».

Técnicame he sobrepasado hace largo rato la edad de la orfandad, y por lo tanto, no soy huérfana, sino sólo carente de padre (también de madre). Pero no siempre los sentimientos concuerdan con las definiciones del diccionario. Por eso, mientras los niños huérfanos de Chiquititas son alojados en un orfanato ideal donde todo es amor, canciones y merchandising, los adultos que nos sentimos huérfanos, aunque ya no estemos en la edad de serlo, vamos al psicoanalista

Quizá porque la orfandad anacrónica sea incurable o porque el propio psicoanálisis se ha quedado huérfano con la muerte de Freud, lo cierto es que horas y horas acostada en el diván mirando el techo y hablando de mi padre, no han logrado desterrar de mi interior a la pobre huerfanita. De todos modos, no lo considero tiempo perdido: el psicoanálisis es la única disciplina que si no cura la cabeza, por lo menos descansa las piernas.

Es así que con el «corazón con agujeritos», como lo dice una cursi y rentable canción de Chiquititas, pero con las piernas descansadas, desoyendo el mandato de mi viejo que abominaba de este tipo de fechas, me dispongo hoy a celebrar el Día del Padre homenajeando a mi marido, que no es mi padre, pero sí el de mi hija.

Dicen que la repetición termina por constituir una rutina y que toda rutina genera un marco de seguridad. Por eso, antes de abrir las tranquilizadoras revistas dominicales sé que me encontraré con la consabida nota de los padres famosos con sus hijos (Marley será este año la estrella) y con carísimas ofertas especiales «para papá» que resultan inaccesibles para el bolsillo de cualquier hijo de vecino. Las páginas de los diarios nos tentarán con fabulosos celulares que no sólo cumplen con las funciones propias de cualquier celular, sino que, además, tienen agua caliente y hasta permiten freír sin aceite. Sin embargo, desde que tenemos «el apoyo» del FMI –la expresión es de Dujovne-, el presupuesto no alcanza ni para regalar un paquete de fideos italianos o un kilo de manzanas chilenas. Hoy todo es importado. Hasta el propio Día del Padre lo es, aunque de esa importación no se le puede echar la culpa al gobierno actual.

Según se cuenta, fue una mujer estadounidense, Smart Dodd, quien quiso instituirlo el 19 de junio de 1909 en homenaje a Henry Jackson Smart, su padre, un veterano de la guerra civil de su país, nacido en ese día y ese mes, cuya esposa había muerto en el último parto y debió criar solo a sus seis hijos.

En 1924, el presidente Calvin Coolidge vio en la celebración una veta comercial y convirtió la fecha en día nacional. En 1966, Lyndon Johnson declaró el tercer domingo de junio como el Día del Padre en los Estados Unidos.

En la Argentina, en 1958 fue celebrado el 24 de agosto, porque ese día, en el año 1816, había nacido la hija de San Martín. Pero este impulso de nacionalizar el Día del Padre no prosperó y desde 1960 se festejó en la fecha establecida por Estados Unidos. Si la celebración trascendía las fronteras nacionales, tendría más contundencia y, en consecuencia, más posibilidades comerciales. La idea no era errada, porque fue adoptada en muchos países del mundo y las ventas de regalos se multiplicó.

De todos modos, mi orfandad anacrónica sigue siendo made in Argentina, pura industria nacional. Como la heladera Siam con manija con bolita que tiene 60 años y todavía funciona, mi orfandad está forjada con materiales indestructibles: rompecabezas a los que siempre les falta una pieza, balances existenciales que están en rojo, tristezas de domingo al atardecer, naufragios varios, recuerdos de larguísima sobremesas en la casa de la abuela en Azul, fotos de infancia, nostalgias de paraísos perdidos, palabras no dichas, acordes del piano apagados para siempre y todas «esas pequeñas cosas que nos dejó un tiempo de rosas».

Creo que me será imposible adaptarme a la definición del diccionario. Por eso, estoy evaluando la posibilidad de hablar con los miembros más sensibles de la Real Academia Española para que la cambien. Por ejemplo, pensé en hablar con Javier Marías, que titula sus novelas con frases de Shakespeare y reivindica la memoria de su padre. O con Antonio Muñoz Molina, que vaya donde vaya, lleva siempre su infancia en la valija. Estoy segura de que ellos podrán comprender que se puede ser huérfano durante toda la vida.