El Chiquito (Luis Díaz)

Me gusta pensar que la del Chiquito fue una muerte feliz. Murió la tarde que hicimos cuatro en la piojera. No pudo soportar tanta alegría, y el cuarto gol le reventó el pecho. Desde ese día pienso sobre todo en él cuando invocamos, en rezo, a los que alientan desde el Cielo.

Con el Chiquito se fue parte de la locura gimnasista. La mejor de las locuras, excesiva y desatada. Toda una potencia al servicio de hacer crecer a Gimnasia hasta el punto de que el Universo se vuelva gimnasista. Pero su lucha era clandestina, anónima, subterránea. Por eso trabajó durante años y sin descanso en la contra inteligencia enemiga. Juntos creamos también la organización clandestina Templo Sagrado, trabajando por la apertura de la cancha. Él solo volanteaba las adhesiones que llegaban desde los bosques más remotos del planeta y que llamaban a no aflojar con nuestra cancha.

Cuando nos visitaba, se escuchaban los gritos desde planta baja: «acá son todos de Gimnasia». Era demasiado. Su peste azulada contagiaba. Muchos decían por acá que luego de sus visitas soñaban con él. Enloquecía por otro loco extraordinario, Ciaccia. Era su hincha número uno.

El Chiquito fue, qué duda cabe, un artista total. Y su vida una obra de arte total. Me cuesta, con los años, saber si los recuerdos que guardo ocurrieron o son un relato del Chiquito… Viajamos un domingo perdido a Rosario en un micro destartalado, llegamos de casualidad, volvimos porque la suerte quiso y en una de las paradas la hinchada de Gimnasia… Pero lo cierto es que no importa, porque lo que hacía del Chiquito alguien extraordinario era que volvía su vida y la de los otros pura literatura. Y eso que contaba no era solo fantasía: las cosas más inesperadas, con él, eran posibles. Y era Gimnasia, siempre Gimnasia, el motor de todo. No tengo dudas de que fue cierto que en un combate, en los ’70, la hinchada de Chacarita llevaba espadas y escudos, la veintidós incendió un tren completo y los testigos vieron imágenes de Troya ardiendo.

Enloquecía a los malditos y la ‘piojera’ era un lugar favorito donde veía llenar la uno y la cincuenta y siete de color azul y blanco. Hay imágenes que lo obsesionaban: del Chongo Escalada habló durante años. Con el gol de Perdomo vio a La Plata destruida por el terremoto.

Y si lo contó es porque vio las grietas, las calles rotas. Al terremoto lo produjo la veintidós pero el autor intelectual fue él. Estuvo en todas las canchas. No se lo veía llegar pero aparecía, solo con el cigarrillo, con sus chicos, contra el alambre, caminando, pergeñando estrategias. Veía otro partido, soñó con Spedaletti, le gustaba Cuchillo Manrique. Con muy poco armaba la historia que continuaba por los años. Le hubiera encantado ver La Boca prendida fuego, enloqueció durante años a unos rosarinos amigos hablándoles de las hazañas de su hinchada. Se descomponía cuando Gimnasia perdía, pero se recuperaba, siempre, para inventar otra historia y perseguir en cuanta radio existiese a los malditos en un trabajo de desgaste moral. Me propuso armar un coche bomba que terminara en treinta y dos. Pero también era un romántico. Me dijo hace muchos años: “Luis, si nos sacan del Bosque y tenemos que ir a otro lado, ¿cómo nos llevamos los olores?”. Y antes, en la infancia: “El domingo 12.12 con la de seda”. Todos sabíamos en el barrio que nos íbamos de visitante en el tren especial que sacaba el Club.

Gimnasia se va renovando con muchos jóvenes pero conserva personajes que hicieron esta gran historia cuyo final desconocemos. Y es que hay quienes hacen la historia de un club sin proponérselo. Son aquellos talentosos que ven en la oscuridad, que oyen en el silencio, que fueron arrastrados por una fuerza que se llama Gimnasia. Para ellos todo es azul y blanco porque son daltónicos convencidos. El Chiquito soñó toda su vida, su vida fue un sueño, un relato en una ciudad, en un club, con una hinchada y en un lugar, el Bosque.

De joven viajaba los sábados a la noche a bailar parado en el tren hasta Quilmes para no arrugar el traje y así conoció a su compañera de la vida. En el mismo tren al que nos subíamos al otro día para ir a ver a Gimnasia. El tren era una imagen que también lo obsesionaba, no sé si por la Revolución zapatista: todos arriba del techo y entrar en Constitución a los gritos y el quilombo. La idea era transformar la estación en un sambódromo. El Chiquito estaba ahí y ya gozaba imaginando el relato y transformando con él lo que vivíamos. Vivió eso y mucho más. Soñaba despierto, que es difícil, esperando el domingo para tener una nueva historia, porque la semana para él era una espera feliz, con su mujer, con sus chicos, con los amigos, para volver a la cancha y poder contarlo. En épocas duras, invocarlo es reencontrar una fuerza vital, que no conoce límites y que hace que cualquier destino sea posible. « (Septiembre de 2011)

Los jugadores borrachos (Federico Levín)

Garrincha en blanco y negro toma la pelota, se pone de espaldas a nadie y se va contra la raya, trota un rato pisándola, se acostumbra a su consistencia. De reojo ve que se le vienen encima, ahora sí, que se animan porque son tres. Casi que se despide de la tribuna y se pone de frente a ellos. Mientras los mira, supongo que a los ojos como brindando, mueve la pelotita bajo la suela. Los hace esperar un poco, los mantiene maniquíes unos segundos interminables. Hasta que se lanza en su primer paso hacia delante, hacia ellos que no saben qué hacer porque Garrincha es fuerte y se les viene encima, entonces retroceden para ganar la posición a la que Garrincha va a llevarse la pelota, pero. Pero Garrincha se queda quieto: no tiene la pelota. La pelota está intacta, no se mancha, y él vuelve a buscarla y así los hace bailar su segundo paso: ahora hacia delante. Así se baila. El que baila porque juega y es el hombre marca el paso. Fue y vino con ellos. Como un bailarín de partidas simultáneas. Nadie le cree pero todos lo siguen, agazapados en el miedo al ridículo y el cuidado celoso de una parcela que les corresponde como laburantes, y por la que Garrincha no tiene que pasar. Entonces Garrincha, ladrón de gallinas, arremete por la parcela que no es de nadie, la raya de cal, el alambrado, y lo dejan hacer porque no es culpa de nadie. Pero a él no lo convence del todo.

Se frena y los espera. Entonces va para atrás y para delante, pero sin la pelota, y los inspectores europeos se golpean entre ellos, y él pasa sin usar su fuerza que es pura promesa, hace una diagonal al trote con pasos largos. Salen a cruzarlo los que piensan en el equipo, los jefes de estos que lo fueron a buscar antes, salen disparados para al menos hacerlo caer, pero quedan en ridículo porque Garrincha sigue, deja pagando ahora a uno, dos, tres. De pronto uno de sus pies lo traiciona, eso puede pasar, y la pelota sale un poco demasiado larga, queda casi en poder de un rival. Entonces se monta en toda su velocidad y se tira sobre la pelota como un defensor rústico, le gana en el choque de fuerzas al rubio europeo, rebota en el piso y de pie la pisa: empieza de vuelta. No me acuerdo cómo termina la jugada. Supongo que en gol, es un partido de Brasil en el mundial de 1962. Los goles derivados de sus jugadas en general no involucran pases sutiles y milimétricos a un compañero (al menos es lo que adivino por You Tube), sino que generaba tal confusión y caos en la zona sensible del rival que siempre había un compañero para terminar bien lo que él empezaba.

La biografía de Garrincha es una de las cosas más breves e insólitas que se pueden encontrar en Wikipedia. Para los que no tienen banda ancha: nació con los pies rotados ochenta grados hacia adentro. Intentaron, pero no pudieron arreglarlo del todo. Tenía, además, una pierna seis centímetros más larga que la otra. Lo bautizaron «Garrincha» por el nombre de un ave rápida y torpe. El psicólogo de la selección brasilera de su época lo definió como un débil mental, incapaz de participar de un deporte colectivo. Empezó a tomar y fumar con ganas a los diez años. Murió a los cuarenta y nueve, completamente borracho.

Cuando yo vivía en Belgrano con mis viejos, en la adolescencia, a la noche compraba puchos y cervezas en un kiosco 24 horas de la calle O’Higgins. Muchas veces me encontraba ahí a René Houseman, sentado en el cordón de la vereda con sus piernas de viejo flacucho y el pelo blanco, tomándose una latita de Quilmes. Siempre terminaba la noche rodeado de jóvenes que le hablaban, le llenaban el silencio.

De Houseman se cuentan decenas de anécdotas tiernamente punks, que refieren a la mágica combinación entre su alcoholismo y su talento, reo y outsider, y se dice que fue uno de los mejores wings derechos de la historia del fútbol argentino. Houseman vive en Belgrano y es hincha de Excursionistas, sin embargo empezó su carrera en el club rival, Defensores de Belgrano. Terminó su carrera en Excursionistas, sí, pero solo pudo jugar un partido. Igual que Garrincha en el Júnior de Barranquilla. A mí me pasó lo mismo. Cuenta la mitología familiar que fui muy contento y convencido a mi primer día de jardín. Y que a la mañana siguiente, cuando me despertaron para ir por segunda vez, me puse a llorar y pregunté: ¿pero cómo? ¿Otra vez? De ahí hasta quinto año fue puro sufrimiento.

Siempre me intrigó por qué Houseman tomaba latitas de cerveza en lugar de pedir una botella de litro. Supongo que pensaba siempre que era el último poquito, una latita y me voy. Una promesa a sí mismo. Hay que ver en qué equipo termina jugando un solo partido el Burrito Ortega. La más larga promesa del fútbol argentino. Un jugador extraordinario, uno de los más extraños y brillantes que yo haya visto en vivo. Un tipo que, cuando era joven y atlético, jugaba de puntero por los costados y gambeteaba en velocidad para adelante. Cuando el cuerpo empezó a complicarlo, promediando su carrera, pasó a ser un enganche con visión de juego, que cuando había que cambiar de ritmo, cada tanto, se mandaba con pelota dominada para el área y definía, picándosela al arquero, y siempre era gol. Más tarde, cuando entró en el largo final de su carrera, se convirtió en un estratega, asistidor, con un solo gran yeite: recibe de espaldas, cuida la pelota con la historia. De pronto gira, queda de frente a su marcador, clava una suela en el piso y la otra pierna parece empezar a correr pero la rodilla, después de hacer todo su movimiento de flexión, se congela. El marcador lo mira, y ahí Ortega empieza a jugar con el absurdo. Repite el movimiento invirtiendo el orden de las piernas, una vez, otra vez, otra: el marcador no entiende hasta cuándo va a seguir haciendo esto. Es ridículo. Entonces, en un momento el marcador se desespera y avanza sobre el Burrito, sobre el ridículo, y entonces el Burrito se lleva la pelota sin hacer nada raro, y queda de frente a la cancha. Ahora, excepto que se le venga otro marcador, al que tendrá que sacarse de encima de inmediato, levanta apenas la cabeza y mete un pase bombeado al área, a la que están llegando, avisados por el movimiento moroso que precedió su pase, todos sus compañeros en posición ofensiva.

Se dice de él que puede jugar a pesar de su alcoholismo por tener un «físico privilegiado». Supongo que tiene el privilegio de pensar por sí solo y aprender de sus propias limitaciones. Ortega no jugó en la época de Garrincha ni en la de Houseman. Juega ahora, una época en la que un empresario puede ser dueño de un canal de televisión (América) y de un equipo de la B (Independiente Rivadavia de Mendoza). Si un día a ese empresario se le ocurre montar una cámara oculta para mostrarlo borracho en una estación de servicio, a la salida de un boliche, chocando un surtidor con su auto, para que su club lo entregue por dos pesos y entonces llevárselo para su equipo, entonces lo que Ortega sea afuera de la cancha ya no es puramente anecdótico, alimento del mito.

De Ortega se dijo, desde que apareció en primera, que siempre hace ‘una de más’. Una de más, como esa copa que soñamos haber tomado anoche cuando nos despertamos con resaca. Ellos son jugadores borrachos, brillantes e impredecibles, y comparten el gusto de jugar por el wing, por el borde. No solo ellos tres: muchísimos otros habitan su legado. No es que no los haya, pero ciertamente no suele haber borrachos que jueguen de zagueros, defensores de la ley y el orden. Jugadores obedientes, que hacen lo que les dicen que tienen que hacer.

Los jugadores borrachos se diferencian de los otros, más que por borrachos, por jugadores. Ellos juegan. Como uno cuando toma esa copa de más: ahora que parece que el mundo puede flexibilizar sus reglas y volverse un juego ameno y diseñado por uno, no es cuestión de dejarlo.

Juegan como nenes, son nenes que viven en el juego porque ahí los cobija una regla manejable, explotable, no como afuera. Afuera es feo. Estéticamente comparten la belleza torpe de sus movimientos, su monstruosidad un poco chaplinesca. Éticamente coinciden en desmontar la lógica del lujo, para vivirlo como necesidad: la pisada o la gambeta de más son «de más» porque superan el cálculo económico llano de la búsqueda del éxito. Ellos necesitan (como muchos necesitamos) ese plus, ese escape de lo calculable, para poder vivir, para poder jugar, para permanecer en estado de maravilla.Y hay que ver lo que les piden: que se curen y se cuiden. Que obedezcan y obedeciendo crezcan. A los nenes que juegan. Hasta los muchachos de la tribuna, que cantan sobre sus vinos y sus cervezas, los insultan con el mote de borrachos.

Así como sucede con los grandes artistas borrachos, hay que decir que no es el alcohol lo que los vuelve grandes, pero tampoco todo lo contrario. Su borrachera es el síntoma de una incomodidad con el mundo, que es la misma que los hace jugar de otra manera. Sin obedecer, sin respetar la cretinada eficientista. La genialidad que deriva del dolor de no poder, por no querer, adaptarse. En un contexto en que se premia la obediencia y la plata gobierna; un borracho, un nene que juega, es un subversivo. Por eso el empresario abusa, el psicólogo diagnostica, el periodista acecha, el mercenario de la barra grita: «largala, borracho, largala».

Porque la gambeta del borracho nos hace estampar de cara contra lo dado. Y cómo la va a largar, cómo pedirle al borracho que largue la pelota, si es lo único que tiene. El puñal topológico que inventa a su alrededor un mundo en que se puede vivir. Un juego. Una promesa. «


Gritos de gol mezclados entre las palabras 

«En su calidad de jugadores oficiales de picaditos y teorizadores del deporte más popular en la Argentina, buscan crear un espacio desde el cual reinventar el mundo de la pelota. Recorren el fenómeno del gol en todas sus formas y aspectos: el grito característico del jugador argentino, el ritmo vertiginoso del relator y el deseo latente del hincha esquizofrénico de estar él mismo jugando en la cancha. Construyen, a la vez, una innovadora tipología de los grandes hombres del fútbol que evita caer en los lugares comunes: Messi es descrito como un veloz roedor o un karting, Maradona como un artista comparable a Van Gogh.» Así se anuncia este libro editado por Interzona. Los autores: Federico Levín (Rosario/Buenos Aires, 1982); Rubén Mira (Avellaneda, 1964); Ezequiel Cogan (Buenos Aires, 1982); Daniel A. Liñares (Hudson, 1975); Ezequiel Gatto (Rosario, 1979); Oliverio Coelho (Buenos Aires, 1977); Gustavo Varela. (Buenos Aires, 1962); Juan Pablo Hudson (Rosario, 1978); Hernán Rodrigo Gallegos, (Buenos Aires, 1981); Luis Díaz (La Plata); el Colectivo Inmediato; el Colectivo Juguetes Perdidos. (colectivojuguetesperdidos.blogspot.com); Rubén Mira; y los propios compiladores Juan Manuel Sodo y Agustín J. Valle.