Quizá sea mera coincidencia. Tal vez se trate de un lastre lombrosiano que establece una correspondencia entre rasgos físicos y actitudes criminales. O posiblemente sea una sospecha anticipada de que el gorilismo es una de las encarnaciones del Mal.

Lo cierto es que los malos de cine mudo tenían en sus caras una abundante masa de pelos a la que sumaban ojos hundidos y rodeados de sombra destacados por dos cejas pobladas que subrayaban la maldad, una con el acento grave del francés y otra con la tilde que usamos en castellano.

Eric Campbell, a quien le tocó reiteradamente el papel de malo en las películas de Charles Chaplin, es un ejemplo paradigmático de este tipo de malvado que, aunque un tanto anticuado, ha creado un estilo, un estereotipo. De hecho, hay un diputado que parece copiarlo. Pero mientras el malo de las películas de Chaplin por lo general entraba en disputa por el amor de una misma mujer, este disputa en los Juegos Olímpicos de la Infamia por obtener la medalla de oro como odiador serial de las mujeres. Claro que la cosa no le resulta fácil porque tiene competencia en su propio partido. En un concurso de infames resultaría difícil establecer a quién otorgarle el triunfo, como bien lo demuestra el sonado caso de Florencia Peña. Habría que evaluar, para inclinar la balanza, un segundo ítem: el grado de cobardía al tirar la piedra y esconder la mano. Aunque también en esto la contienda es pareja.

Otro ítem a considerar sería el de los inesperados efectos de sus agravios: frente a ellos hasta Luis Majul y Eduardo Feinmann parecen haberse depilado un poco para no mostrar de manera tan evidente su acendrado gorilismo, una tendencia ideológica que viene repitiendo lo mismo desde que una mujer, que murió cuando tenía apenas 33 años, osó demostrar que el país no podía ser una estancia de propiedad exclusiva de la oligarquía. Paradójicamente, el efecto inesperado es una consecuencia, mal que les pese, de las luchas femeninas. A esta altura, salvo excepciones, hasta los más pilíferos machirulos que tiene actuación pública saben que hay cosas que no se dicen, aunque a tantos, ya sean conocidos o anónimos, les cuesta entender que hay cosas que no se hacen.

Volviendo a la cuestión de los pelos y la maldad, en una nota aparecida en Anfibia, el escritor Gustavo Nielsen dice: «En el cine mudo los malos usaban bigote. Era el modo de identificarlos. (…) Hitchcock decidió que era tiempo de vulnerar la regla del bigote, aunque sus productores no apoyaran la idea. Al director inglés le resultaba, tal vez, muy infantil eso de que para ser bueno bastara con una afeitada. El pintor de la película quiere violar a la chica que ha llevado a su casa; el asunto acabará en un crimen. Hitchcock dice: ‘Hice, en esta escena, un adiós al cine mudo. Mostré al pintor sin bigote, pero la sombra de una reja horizontal de hierro forjado colocada en el estudio, le dibuja en el momento justo, encima del labio superior, un bigote más verdadero y más amenazador que el real’.»

En un momento en que la política de la antipolítica se ha convertido en espectáculo, en que Patricia Bullrich ha devenido performer y el diputado con cara de malo, poseído por el espíritu de Sofovich, se dedica a cortar manzanas pensando que en ellas se encuentra el espíritu de Eva (tanto de Eva Perón, como de la que comió del fruto prohibido) la cita de Hitchcok permite comprender mejor por qué Jaime Durán Barba hizo que Macri se cortara el bigote: para que no fuera identificado como el malo de la película. Y a tal punto se hizo carne en su discípulo el afán de disimulo, que en un impulso inconsciente casi se traga el bigote postizo que se había puesto para encarnar a Freddie Mercury.

Pero esto no debe hacernos bajar la guardia respecto de algunos lampiños. Después de todo, el otro diputado que hizo coro con la agresión a Florencia Peña y que ahora dice no entender por qué lo acusan de ejercer violencia de género es absolutamente lampiño. No tiene un pelo en su cara y tampoco en su cabeza, aunque a juzgar por su espíritu gorila, es posible que le crezcan hacia adentro.

Por su parte, Florencio Randazzo sorprendió con un spot de campaña tan denigratorio como grotesco en el que se presentó como el único que le dijo no a los exabruptos de esa loca brava que es Cristina.

Es que para ciertos hombres, ya sean peludos o pelados, las mujeres somos locas por naturaleza. En mi infancia, una vecina de mi barrio sostenía con espíritu ramplón, el mismo de ciertos políticos, que algunas mujeres son «locas de arriba» porque su cabeza refleja desórdenes hormonales ya sea por la menstruación, el embarazo o la menopausia; mientras que otras son «locas de abajo» porque les gustan «demasiado» los hombres y se venden al mejor postor. En una de esas dos categorías fueron colocadas desde Juana de Arco a “las locas de la Plaza”, desde Evita a Florencia Peña.

¿Cuál es el diagnóstico psiquiátrico para los hombres públicos que ejercen la violencia de género como una forma de obtener rédito político sin darse cuenta de que dependen de una mujer para que les presten atención porque no tienen los merecimientos suficientes para hacerlo por sí mismos?

Al cierre de esta edición, aún estamos esperando la autorizada palabra médica del doctor Nelson Castro, aunque él parece especializarse solo en psiquiatría femenina. «