Para muchos, en Pergamino, son las madres de los chorros. Las nombran así, como una manera de desprecio por reclamar justicia por sus hijos, muertos durante un incendio en la comisaría primera el 2 de marzo de 2017, una de las violaciones a los derechos humanos más graves ocurridas durante la democracia en una dependencia del Estado.

Desde ese día, organizaron marchas, recorrieron juzgados y exigieron castigo para los responsables. “Hicimos que la causa llegara a juicio y que los policías fueran acusados, pero todavía para una parte de la sociedad, lo que les pasó a nuestros hijos fue justo”, dicen con amargura.

De acuerdo a lo probado en el expediente, el imaginaria de calabozos, sargento Brian Carrizo, el teniente primero Sergio Rodas, el oficial sub ayudante de servicio, Alexis Eva y el refuerzo de imaginaria de calabozos, Matías Giulietti encerraron a todos los detenidos en las celdas 1, 2, 3 y 6, bajo el pretexto de evitar una pelea entre los reclusos. Luego, pusieron candados en las puertas de rejas, clausurando todos los accesos a la zona de calabozos, y se retiraron. El único que permaneció en el sector fue el sargento Carrizo.

Por esa situación de encierro que consideraban injusta y hartos de que sus gritos no fueran escuchados, los internos comenzaron a incendiar pedazos de colchones y a arrojarlos a los pasillos. Los policías recién reaccionaron cuando el fuego y el humo eran insoportables, aunque lo único que hicieron fue sacar a Carrizo del lugar.

También podés leer: Comenzó el juicio a policías bonaerenses por la Masacre de Pergamino

Sergio Filiberto, Federico Perrotta, Alan Córdoba, Franco Pizarro, John Mario Carlos, Juan Carlos Cabrera y Fernando Latorre murieron por la inhalación de monóxido de carbono. Todos eran jóvenes detenidos en prisión preventiva por delitos menores. Pese a que al principio se quiso instalar la versión policial de un motín, las pericias posteriores y, sobre todo, la lucha de las madres, evidenciaron que las víctimas estaban detenidas de manera ilegal, alojadas en una dependencia policial que no reunía las condiciones indispensables para albergar a personas de manera digna. Sumado al comportamiento criminal de los policías (llegaron a juicio acusados de abandono de persona agravado por el resultado de muerte con multiplicidad de víctimas que contempla penas que van de los cinco a los 15 años de cárcel), el hecho sólo podía ser calificado como una masacre.

“Los primeros tiempos fueron los peores –recuerda Silvia Rosito, madre de Fernando Latorre–, algunos policías y familiares de ellos publicaban fotos en Facebook de nuestros hijos arriba de una parrilla, o cuando ocurría algún hecho delictivo en Pergamino los comentarios eran siempre los mismos, que seguro íbamos a salir las madres de los chorros a hacer quilombo. Nunca me voy a olvidar de una de las primeras marchas a los juzgados para pedir justicia. Nosotras estábamos ahí, contras las vallas, gritándoles a los policías que custodiaban el edificio que ellos no habían cuidado a nuestros hijos, cuando de la ventana de un edificio salió alguien y nos gritó que éramos nosotras las que no los habíamos cuidado porque estaban detenidos. Hubo bastante desprecio de una parte de la sociedad, no les importó que estuvieran encerrados e indefensos y que los hubieran dejado morir así”.

Siete menos

Carmenza Claros, mamá de John Carlos, viajó desde Colombia para estar en el inicio del juicio. Cuenta que todavía le cuesta salir de su casa y que cada noche deja un plato de más en la mesa pensando que su hijo va a volver a cenar. “Ha sido muy duro para mí, él vino a Argentina para tener un futuro. Le doy gracias a todas las madres que me han apoyado cuando yo no estaba acá”, dice la mujer.

“Durante estos dos años y medio que pasaron hasta el juicio conocimos a un montón de madres que han sufrido lo mismo, que perdieron a sus hijos en manos de la represión del Estado, pero muchas no han tenido nuestra suerte, los asesinos nunca fueron juzgados y se los cruzan en las calles. Es bastante lo que logramos”, reflexiona Cristina Filiberto, la madre de Sergio Filiberto, de los más “viejos” entre las víctimas con, apenas, 27 años.

Pese a lo excepcional del caso (policías rindiendo cuentas en un tribunal), Cristina no olvida los ataques sufridos, como si ellas no fueran merecedoras de justicia. “A la gente le gusta hablar, señalar, discriminar, pero no saben lo que pasaron nuestros chicos. Piensan que tienen merecido lo que les pasó porque depositan todo lo malo sobre las víctimas, como pasó siempre que el Estado mató. Decían siete lacras menos, sin entender que esta lucha es por todos, que esta masacre no fue un hecho aislado, sino una política de mano dura de la que ningún joven está a salvo”.