Aquella noche de finales de los ‘80 en que ensambló su primer rompecabezas, Susana Broggi comprendió que la vida se va armando de a pedacitos. Como en un puzzle, los días van encajando con las semanas, los meses y los años, hasta completar el ciclo vital de la fugaz existencia. Su madre, también Susana, fue quien la inició, a los diez años, en el arte de enlazar diminutas figuras de cartón. Luego de la cena, la sobremesa familiar se estiraba con el ritual de reconstruir imágenes cuidadosamente desmembradas. «Es una pasión que siempre compartimos con mamá. De esos años tengo muy presente uno de la pintura La maternidad, de Renoir. Otro muy querido, un clásico de esa época, tenía unos gatitos sonrientes y muchas flores», recuerda con nostalgia la psicóloga de 39 años. Alimentar el fervor del juego en los abatidos días de la hiperinflación no era sencillo. «Se conseguían muy pocos ‘rompes’ y obviamente no había variedad. Vivíamos en Caballito e íbamos a la juguetería Tom, sobre Gaona. Revolvíamos como locas y algo se pescaba.» 

En su adolescencia, una rabiosa mononucleosis obligó a Broggi a una larga temporada de reposo hogareño. Trance que aprovechó para encarar su primer desafío en solitario: un ejemplar de 1000 piezas tatuado con el recalcado motivo del gatito peludo y las flores como telón de fondo. Se encerró en su cuarto y al tercer día resucitó de entre las piezas con la postal acabada del felino. Luego llegaron otros retos: batallando contra 2000, 5000 o más piezas, Susana fue ganando en agilidad y destreza. Se transformó en una curtida artista de la reconstrucción. Sus obras completas, las atesoraba en su escritorio. 

«Sin dudas –reflexiona– este no es un hobby para gente con cero paciencia. Hay que dedicarle muchas horas. Por ahí me siento a las once de la noche y cuando vuelvo a mirar el reloj son las cuatro de la madrugada. Te olvidás de que existe el tiempo.» La profesional del armado resalta la importancia de entrenar la memoria visual e ir puliendo una técnica: ella comienza por los bordes y separa los fragmentos por colores. Lo demás es cuestión de tiempo. 

Decir que los rompecabezas le salvaron la vida es una exageración. Sin embargo, no es descabellado intuir que la ayudaron en el trance de edificar su familia. A su marido José Luis lo conoció chateando. Cuando él tipeó que le gustaban los puzzles, a Susana le rompió la cabeza. Encastraron desde la primera cita: «Nos encontramos en una juguetería y compramos el de un cuadro de Miró». Lo finiquitaron a cuatro manos en tres horas. Fue amor a primer armado.

Broggi derriba el mito de que sea una actividad para solitarios: «Es más bien sociable y se comparte en familia. Ponemos música, abrimos una cervecita, unas papitas fritas y lo vamos haciendo en equipo, así es más fácil.» Las paredes de su casa, tapizadas con decenas de ejemplares, acreditan la experiencia colectiva: «En el living, los cuartos de los chicos, el quincho, el garaje y hasta en los baños. Sólo me falta colgar en la fachada.» 

Desde hace casi 15 años, con su marido comanda Puzzlemanía, local de principio a fin dedicado a la pasión reconstructiva. Suerte de templo pagano enclavado en Primera Junta, adonde peregrinan los fanáticos de los rompecabezas. «Es el único local en su especie en Latinoamérica. Cuando arrancamos, nuestros viejos nos decían que estábamos locos, que nos íbamos a morir de hambre. Pero nos fue muy bien: llegamos a tener tres locales. «La clave, dice, fue el trabajo paciente. La misma técnica que aplican al enfrentar los pedacitos de cartón. 

Caídos del mapa

Aunque hay antecedentes milenarios, para reconstruir la historia del rompecabezas moderno es necesario remontarse a finales del siglo XVIII, edad dorada de la expansión imperial británica. No es raro que su creador haya sido el cartógrafo John Spilsbury. Para agilizar la enseñanza de la geografía, en 1766 Spilsbury decidió cortar un mapa siguiendo al detalle las líneas de las fronteras. Lo bautizó «mapa diseccionado»: hecho en madera noble, mostraba la silueta europea y fue un éxito. En poco tiempo, el invento trascendió los confines pedagógicos y se convirtió en un juego popular entre las élites.

La novedad se difundió por toda Europa. En 1800, algunos fabricantes alemanes de juguetes vendían rudimentarias piezas de madera que se encajaban en forma de cruz. El juego tuvo su boom en América casi un siglo después. La mecha la encendió Milton Bradley, creador del eterno «Juego de la Vida». Ya había hecho fortuna vendiendo juegos baratos para los combatientes de la Guerra de Secesión, y a principios del siglo XX, su compañía MB comenzó a producir rompecabezas en serie y los incorporó a su nutrido catálogo con el nombre inmortal de jigsaw puzzle, «rompecabezas». 

Jack London, Albert Einstein y Julio Cortázar fueron ilustres jugadores. Ninguno llegó a participar del Mundial de Rompecabezas, que se celebra anualmente desde 1992. En su «novela-puzzle» La vida instrucciones de uso, el escritor francés Georges Perec dedica un apartado a la verdad última del rompecabezas. Arriesga que no es un juego en solitario: cada movimiento, cada corazonada, cada pieza que toma y cada hueco que llena el jugador, ya han sido diseñados, calculados y decididos por otro. Su creador todopoderoso. 

Modelo para armar

Frescos de la Capilla Sixtina, postales de Times Square, obras maestras de Picasso, retratos de osos panda y hasta del porteño Papa Francisco. La oferta de Puzzlemanía es muy variopinta, al igual que el paladar de los fanáticos. «Está el que viene quincenalmente, buscando novedades. Pero también el paracaidista que pasa por la puerta y se manda», reflexiona desde el mostrador Nicolás Chaves, histórico encargado del local. «Hay gente a la que le importa la complejidad y deja de lado el diseño. Entonces elige uno bien plano, de un solo color. Los de Pollock son bien difíciles. Pero muchos se acercan con la idea de enmarcarlos. Prefieren la imagen de una mascota o del paraíso que visitaron en las últimas vacaciones. En esos casos, el ‘rompe’ asume un rol decorativo, el medio para un fin.» 

Mientras acomoda unas cajas en los atiborrados estantes, Chaves cuenta que muchos padres llegan en busca del rompecabezas salvador que aleje a sus hijos de la hegemónica pantalla del celular. «Tienen un uso medicinal neurológico: ayudan en los temas de concentración y ansiedad en niños y adultos.» El precio de un puzzle estándar arranca en los 500 pesos. Reinan las marcas alemanas, italianas y catalanas. La producción local es pobre y, según los que saben, de baja calidad, con problemas recurrentes en el encastre.

Para los que quieren enfrentar desafíos colosales, en el local espera dueño el ejemplar más grande del mundo: 40.320 piezas (unos 30 kilos de cartón impreso) que narran famosas escenas de los films clásicos de Disney. El precio roza los 16 mil pesos. Si un jugador fracasa en la faena, el local ofrece el servicio de completar el trabajo por modestos 150 pesos la hora. Más de un fanático, cuentan, ha ofrecido su mano de obra en forma desinteresada.  

Chaves, licenciado en Ciencia Política, elige el rompecabezas de su vida: «Sin dudarlo, el primero que armé. Tres mil piezas dedicadas a ‘La Libertad guiando al pueblo’, de Delacroix. Cuando ponía las últimas piezas, terminé de entender la Revolución Francesa. Sentí la libertad.» «