Será cuestión de fe. «Si puede mover montañas, cómo no me va a ayudar a bailar cuatro horas seguidas», arriesga Omar Mercado, devoto. Desde el centro de la pista tira unas pataditas al aire junto a otros danzarines, mientras todos hacen sonar los cascabeles que llevan zurcidos en sus pesadas botas. La inmaculada figura de la virgen del Socavón de Oruro no los deja solos, ni de noche ni de día. Es el faro que alumbra el ensayo de la fraternidad: «Algunos bailan para aparentar, otros simplemente para divertirse. Pero los caporales lo hacemos por devoción a la mamita de la mina.» Mercado no tiene dudas: la danza también puede ser una experiencia religiosa.

El joven chuquisaqueño es uno de los padres fundadores del Bloque Sambos Caporales Buenos Aires, filial local de la casa matriz orureña, una de las fraternidades de bailarines más populares de Bolivia. La génesis del proyecto se dio hace cuatro años. La nostalgia por el pago y la pasión por el rico folklore altiplánico reunió a una docena de entusiastas migrantes. La virgen fue el motor. Las ganas de difundir su cultura, el combustible. «Había grupos que se identificaban con la virgen de Copacabana –cuenta–, otros con la de Urkupiña… pero nosotros elegimos a la patrona de los mineros». Con la merced de la virgencita que reina en las entrañas de los trepanados cerros y se enfrenta al Tío, endiablada deidad de las profundidades, se especializaron en la danza caporal y comenzaron a ensayar a mitad de 2014. En pocos años sumaron medio centenar de voluntades al proyecto: migrantes bolivianos, peruanos, salteños, jujeños y también algunos porteños que disfrutan moviendo el esqueleto al ritmo de bombos, platillos y trompetas. 

Mercado es un eximio bailarín y estudiante atento del folklore latinoamericano. Puede dar clases magistrales sobre los secretos de las danzas bolivianas: «No sabe, hay muchísimas. Han sido una de las estrategias de los originarios para mantener vivos sus rituales. Los festejos son espacios donde triunfa la cultura popular, evitando la censura de las élites.»

El caporal es una danza relativamente joven, que lleva en su ADN parte de esa historia, hibridada con la cultura urbana. Nació en los años ’70 por iniciativa de los hermanos Estrada Pacheco, dos músicos del bohemio barrio de Chijini, en La Paz: «En poco tiempo se hizo masivo y hoy en día dice presente en todas las fiestas, incluso ha traspasado las fronteras y es moda en Chile, Perú y el norte argentino», explica Mercado, mientras coordina las piruetas de sus compañeros. El ritmo toma influencias de la cultura afroboliviana, con la saya y el tundiqui como referencias ineludibles: «La figura del caporal está inspirada en el capataz. Satiriza al traidor, que maltrataba a los esclavos con el chicote y vestía elegantes ropas que le daba el patrón.» El baile cobija, en términos borgeanos, el tema del traidor y del héroe. 

En la sala de ensayo se escucha una vez más el ensordecedor repiqueteo de los cascabeles. Traen al presente las cadenas que padecieron aquellos anónimos esclavos. «De alguna manera –cierra Mercado– bailamos para recordar el sufrimiento de aquellos hombres y mujeres.» Los caporales danzan cuerpo a cuerpo con la historia silenciada. Un baile con buena memoria. 

Amor de carnaval 

Sombrero borsalino, largas trenzas, chaqueta rosa Dior adornada con lentejuelas, minifalda al tono y taquitos haciendo juego. Vanesa, Ximena, Marytza y Shirley hacen gala de su elegancia chola, poco antes de incorporarse al ensayo. «Los trajes se mandan a hacer a La Paz –explica Marytza–, pueden costar hasta 400 dólares.» Lejos de París y Milán, la alta costura boliviana domina el rubro. Año a año, cuentan las damas, cambian los diseños. La fiesta del Señor de Gran Poder y el Carnaval de Oruro son las pasarelas a cielo abierto que anticipan las tendencias de la temporada. En 2017 predominan las tonalidades pastel y se dieron los regresos triunfales del encaje y las transparencias en las mangas. «Los sastres paceños son muy profesionales, pero en época de fiestas se les pueden escapar detalles –resalta Marytza–. Por ahí llega el vestido a último momento y descubrís que te queda enorme. Me ha pasado de estar costurando toda la noche en vela, y terminar antes de salir a bailar.» 

Ximena todavía recuerda la primera vez que vio a unas muchachas bailando caporal. Quedó fascinada: «Yo tenía seis años y mis papás nos llevaron a pasar los carnavales a Tupiza, donde tenemos familia. Ahí predominan otros bailes, como la tonada chicheña. Pero había un grupo chiquito de caporales, que bailaban re tarde. No sé si eran las mejores, pero les admiré la actitud». Cuando baila, confiesa, a veces se le viene a la mente la imagen de aquellas estoicas damas tupizeñas.

Carnavaleando en Villazón, la ciudad que limita con La Quiaca, Vanesa se enamoró del caporal… mejor dicho, de un caporal. «Ahí lo tiene, mire qué guapo y lo bien que baila. Cómo no me iba a conquistar», dice, al tiempo que señala a su marido César. Tienen un hijo, son comerciantes, viven felices en Ciudad Evita y se confiesan, obviamente, evistas de la primera hora. «Le debo demasiado al caporal –se despide Vanesa–. Trato de devolverlo bailando.»

Lo primero es la familia

En febrero de 2015, los Sambos porteños tocaron el cielo con las manos. Ese verano debutaron en el Carnaval de Oruro, la meca del ritmo. «En Buenos Aires tenemos tres grandes festejos: las entradas de Luján, Avenida de Mayo y la del barrio Charrúa, en Bajo Flores. Pero Oruro es otro planeta. Es como jugar en La Bombonera», resalta Erik, el «Julio Bocca» de la fraternidad. «Nos ha ido muy bien –reconoce–, la gente delira cuando hacemos la pasada. Se sorprenden cuando gritamos que somos de Buenos Aires. Pese a ser bolivianos, para ellos somos los gauchitos. Y acá somos los bolitas.» De su experiencia orureña, Erik no pudo olvidar el aliento ensordecedor de las tribunas, durante las cinco horas del recorrido. «Se baila hasta casi desfallecer –asegura–. Cuando se llega a la iglesia donde espera la virgen, es como entrar en el paraíso.»   

Casi al cierre del ensayo, los pesos pesados de la fraternidad muestran toda su destreza. Los apodan los «Sambosos», por sus generosas barrigas. Los comanda Luis Fernando, un pediatra orureño con muy buen pie. «Los chicos son el pulmón; las chicas, la belleza; y nosotros, la sabiduría», saca chapa el hombre. Cuando era pibe y pesaba 60 kilos, llegó a bailar 13 kilómetros en un día. Dice que ahora está medio achanchado, pero todas las presentaciones las termina con la frente en alto. «Le cuento que de Bolivia no extraño ni el clima, ni la comida… La familia es mi patria. Bailamos todos juntos acá.» «