Sumo argentino: una lucha que no es sólo cuestión de peso

Por: Nicolás G. Recoaro

Los aficionados locales mantienen la tradición del mawashi y los rituales asociados al sintoísmo.

En Japón, el sumo es pasión de multitudes. En la Argentina, el deporte nacional nipón suma, con toda la furia, unos 50 apasionados cultores. «Es una disciplina minoritaria, sobre todo si la comparamos con otras artes marciales. Es que hay mucho prejuicio. Acá, cuando la gente piensa en sumo, lo primero que se le viene a la mente es: gordo, culo, pañal… también la banda de Luca Prodan», dice Sebastián Videla, curtido gladiador con más de 30 años en el gremio de los gordos peleadores.

Cae la noche primaveral sobre el polideportivo del Parque Chacabuco. En el tatami del segundo piso, bajo la autopista, Videla calienta los motores de sus músculos. Lo acompañan cuatro fieles pupilos. Todos los miércoles y sábados, religiosamente, se juntan a celebrar este deporte ritual, con más de 2000 años de historia. 

El sumo es tan viejo como el Japón. En las crónicas del Nihonshoki, libro que data del año 720, se narra la victoria que obtuvo el artesano Nomi no Sukune frente a un matón llamado Taima no Kehaya en el 23 a.C. Esa batalla marca el nacimiento. Sukune es considerado «el padre del sumo». 

Bien lejos de la popularidad y la estructura profesional que dominan en Oriente, los luchadores locales dan la batalla cotidiana en un círculo amateur, que intenta incorporar adeptos de todas las edades y, también, ¡de todos los pesos! «Cuando viene una mamá acompañando al hijo que quiere empezar, lo primero que pregunta es si vamos a hacerlo engordar –revela el deportista de estilizada silueta, que apenas pasa los 80 kilos–. Es falta de información. En realidad, el sumo amateur es una actividad para todo el mundo: chicas, chicos, adultos, gordos y flacos.” 

El estereotipo del pesado luchador de sumo que pasa cómodo los 120 kilos inunda el imaginario sobre la disciplina. En Japón, los peleadores arrancan su carrera en la adolescencia. Su formación incluye una actividad física extenuante y pantagruélicos banquetes para ganar masa muscular. Su dieta de campeones es en base a un guiso de verduras, salmón, mariscos y albóndigas llamado chanko, regado con generosas dosis de cerveza. En un día normal, un profesional del sumo puede incorporar unas 10 mil calorías. Con suerte, los luchadores pueden aguantar el ritmo hasta los 30 años. Cuando se jubilan asoman las dolencias: diabetes y problemas cardíacos. Su esperanza de vida es de 20 años menos que cualquier ciudadano del próspero Japón. «El sumo amateur es otra cosa –aclara Videla–: sirve para mejorar la postura y fortalecer caderas y piernas.» 

Mientras arranca la faena de ejercicios con el shiko –un movimiento que trabaja el balanceo–, Videla explica que, más allá de la contextura física, en los combates tienen mucha importancia la astucia y la agilidad. «Ahí lo puede ver a Enzo –señala el sensei a un joven de once años y exiguos 50 kilos–. El sumo es una lucha de equilibrios y desequilibrios. Y muchas veces la maña le gana a la fuerza.”

De Burzaco a Tokio 

A finales de los ’80, el sensei Yoriyuki Yamamoto le abrió a Videla las puertas del milenario arte marcial. Hechizado por las osadas piruetas cinematográficas de Bruce Lee, el joven había llegado a un dojo de San Cristóbal con ganas de practicar judo, pero terminó enamorado del sumo. «Me llegó casi de rebote. El sensei empezó a transmitirme las reglas, que son muy básicas: no hay que caerse ni salir del círculo, el dohyo. Así también arranca el aprendizaje en Japón. Casi jugando.”

Pero la historia del sumo argentino se remonta a la década del ’30. Cuentan que los migrantes nipones radicados en la zona de Burzaco se reunían para mantener vivas su gastronomía y sus danzas, y que los varones recreaban aquellas batallas cuerpo a cuerpo en los patios del arrabal bonaerense.  Yamamoto, padre fundador de la Asociación Argentina de Sumo, era heredero de aquellos pioneros. En los ’80 se juntaba con otros maestros para darse duro y parejo en el dohyo del Jardín Japonés. Eran tiempos en que el Estado nipón empezaba a estimular la práctica de la disciplina más allá de sus fronteras. «Vinieron al país varios rikishi, los luchadores profesionales, y donaron los famosos cinturones mawashi –recuerda Videla, al tiempo que se ajusta con destreza el chiripá de seis metros de largo–. Incluso dos peleadores argentinos, Hoshi Andes y Hoshi Tango, pudieron viajar a Tokio y luchar en la elite.”

El joven Videla pulió su técnica de ataque con Yamamoto, pero sobre todo descifró los mil y un rituales que anteceden al efímero combate. Duran más que la pelea y están conectados con el sintoísmo, la religión más importante del Japón: la ceremonia de purificación y el respeto por las decisiones de los sabios gyōji, las autoridades religiosas que arbitran la contienda. «No es como en los partidos fútbol, donde todos van a quejarse del árbitro. Su palabra es la ley.»

Su sensei soñaba con verlo luchar en el mítico Ryōgoku Kokugikan, el templo mayor. Videla dice que algún día lo logrará. Conquistó torneos sudamericanos y batalló contra temerarios rivales mongoles y búlgaros en mundiales. «El día que murió mi maestro, yo ganaba un campeonato en Brasil. Fue una señal. Siento que llevo una mochila llena con sus enseñanzas. Tengo que difundir el sumo. Si pudiera verme, creo que estaría muy orgulloso.»

Los cinco samuráis

En cuclillas, con los puños apoyados por delante del cuerpo y la mirada penetrante que recuerda a los samuráis de Kurosawa. Así se preparan Agustina Ramos y Maximiliano Guzmán para chocar de frente. El sensei da la señal y la piba de Parque Chacabuco madruga al cordobés con una embestida que da miedo. El ex rugbier de La Carlota no se apichona ante la tracción 4×4 de la estudiante de Comunicación Social y decide jugar su mejor carta. Se prende del mawashi de la dama y luego la zarandea con la potencia de un terremoto. Forcejean unos pocos segundos, pero es la chica superpoderosa la que hace trastabillar al caballero.

Mientras se seca el sudor de su frente, la vencedora asegura que es una de las pocas mujeres –se cuentan con los dedos de una mano– que practican sumo en el país. El tradicionalista espacio profesional en Japón sigue siendo un universo vedado para las gladiadoras. «Siento que el sumo me pone a prueba todo el tiempo –arriesga Agustina–. Me gusta demostrar el poder de las mujeres. Orgullo femenino.»

Guzmán se recupera de la derrota en un abrir y cerrar de ojos. En pocos minutos enfrentará en el improvisado dohyo al hercúleo Sebastián Montes, un electricista matriculado de Retiro. El cordobés, que también es chef, recuerda que en el último Sudamericano tuvo que bailar con la más fulera: enfrentarse a su sensei: «Fue raro, era la última persona con la que querría pelear en el mundo. Le gané usando el utchari: aguanté su empuje y en el final pude sacarlo de combate.»

Montes cuenta que él tiene a Japón en casa. Su esposa es hija de inmigrantes nipones. En las comilonas en la casa de su suegro, se mezclan el chimichurri y el wasabi sin prejuicios. «Ese instante previo a lanzarme contra el rival es el más agradable de la pelea –asegura el yerno del sol naciente-. No hay que tener dudas, ser decidido y esperar la iluminación.» Alcanzar el satori. «

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