Beth nació en 1941 en Brooklyn. Tres meses antes de la fecha prevista.

–No podemos hacer nada para salvarla -le dijo el pediatra a su madre-. La única opción sería llevarla al Luna Park.

–¿Al parque de diversiones?

El aroma de las salchichas mezclado con el del océano, los colores brillantes, la música y el sonido de las risas de quienes aguardaban en una larga fila para poder subir a las atracciones contrastaban con el interior del edificio que se erigía en el centro del predio. Sobrio, impecable y silencioso.

“Todo el mundo ama a un bebé”. El curioso cartel en la entrada recibía a los visitantes que debían pagar 25 centavos para asegurarse un lugar en el show. Bastante más que los 10 dólares que costaba el ingreso general al famoso parque de diversiones de Coney Island.

Algo caro pero comprensible. Después de todo había que mantener las incubadoras, pagar el sueldo de las enfermeras, conseguir la leche. Era la única forma de que las familias de las criaturas no tuvieran que desembolsar ni un centavo a cambio de los cuidados.

Del otro lado de la baranda que los separaba del público, los pequeñísimos bebés dormían en sus cajas de cristal, ajenos al espectáculo que protagonizaban. Cada tanto las enfermeras –con sus uniformes blancos y almidonados–, los acomodaban, los acunaban, les ponían lazos.

Entre 1903 y 1943, darle las mejores chances de supervivencia a un bebé prematuro en Estados Unidos no implicaba llevarlo a un hospital sino convertirlo en una atracción de feria.

Ajusten sus cinturones.

Bienvenidos al Infantorium.

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Hacia fines del siglo XIX, la mortalidad de recién nacidos en Estados Unidos era muy alta. Los hospitales no contaban con demasiada tecnología para tratarlos: se limitaban a poner ladrillos calientes en las cunas y a esperar que eso fuera suficiente para que sobreviviesen.

Del otro lado del océano, en Francia, las incubadoras llevaban varios años de éxito. En 1857, el cirujano Jean-Louis-Paul Denucé había sido el primero en proponer su uso, inspirado en los sistemas para cría de aves de corral.

Con el correr de las décadas, el diseño se mejoró y se implementó exitosamente en hospitales. Una figura clave fue el obstetra Stéphane Tarnier, quien introdujo prototipos de incubadoras en la Maternidad de París en 1881 y, en apenas tres años, logró disminuir la mortalidad de prematuros en un 28%.

Uno de sus estudiantes (Pierre-Constant Budin) fue, además de su sucesor, el pionero de la medicina perinatal. En la década de 1890, Martin Couney fue a estudiar con él a París. Acerca de Couney no hay muchos datos fehacientes. No se sabe si nació el 31 de diciembre de 1860 o el 30 de diciembre de 1870, ni si fue en Alsacia o Breslau. Supuestamente se habría recibido de médico en Leipzig, pero los registros tampoco son claros y las fechas no cierran del todo. Lo que sí se sabe es que Budin le pidió a Couney que mostrara una nueva modificación a la incubadora de Tarnier en la Gran Exposición Industrial de Berlín de 1896. Couney aceptó y propuso un plan atrevido: colocar dentro bebés prematuros. A Budin le pareció una idea fantástica así que fueron a pedirlos al Hospital de la Caridad de Berlín. Allí también creyeron que era una buena idea y aceptaron rápidamente. Total, los bebés prematuros tenían pocas posibilidades de sobrevivir.

Couney llevó seis incubadoras y un montón de enfermeras a la exposición. Llamó a su show ‘Kinderbrutanstalt’ (criadero de niños). Varios ‘lotes’ de bebés fueron criados durante el evento y, según él, ninguno murió.

Ante tal éxito, fue invitado a repetir el espectáculo en la Exposición de la Era Victoriana. Como los médicos londinenses se negaron a ‘prestar’ bebés para exhibirlos, Couney cargó bebés prematuros parisinos en cestas de mimbre y cruzó con ellos el Canal para hacer el show.

En 1900, Couney armó su show en la Exposición Mundial de París, al año siguiente fue a Nueva York para la Exposición Panamericana de 1901 en Buffalo y ya no paró más. En 1903 decidió quedarse a vivir en Estados Unidos y se estableció en Coney Island.

Allí montó sus exhibiciones todos los veranos durante cuarenta años. Tuvo espectáculos tanto en Dreamland como en Luna Park, las dos grandes ferias de la isla. La noche en que Dreamland fue destruida por el fuego, los bebés fueron rescatados y llevados al Luna Park. Ninguno murió.

Para que la gente participara del show, contrataba ‘barkers’, personas que vociferaban «¡No se vayan sin ver a los bebés!» por toda la Feria. Uno de ellos, un actor llamado Archibald Leach, fue ‘barker’ en el Luna Park antes de llegar al cine como el famosísimo Cary Grant.

Couney se casó con una enfermera irlandesa experta en cuidados neonatales. Su propia hija, Hildegarde, fue una beba prematura y pasó los primeros tres meses de su vida en una de las exhibiciones.

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Además de los espectáculos anuales en Coney Island, Couney también montó sus shows en otras ciudades: Portland, Ciudad de México, Río de Janeiro, Denver, Atlantic City, Nueva York, San Francisco y Chicago. Justamente en este último distrito conoció al médico Julius Hess.

Se hicieron grandes amigos. Luego de la exposición de 1934, Couney le donó su equipo a Hess, y la ambulancia a la ciudad de Chicago. Hess se convertiría en el principal experto (‘el padre de la neonatología’) y esa ambulancia  se volvió el primer transporte de bebés prematuros en EEUU.

A esa altura, Couney ya había conseguido una gran reputación entre los obstetras, quienes incluso enviaban a sus bebés a las exhibiciones, seguros de que recibirían atención especializada. En 1937 fue honrado por la Sociedad Médica de Nueva York y recibió un reloj de platino.

Cuando las incubadoras comenzaron a incorporarse a los hospitales y los cuidados de bebés prematuros se hicieron habituales, Couney cerró su espectáculo para siempre. Muchos de los bebés que habían sido parte de las exhibiciones lo visitaron por años hasta su muerte, el 1 de marzo de 1950.

Se estima que Couney salvó la vida de 6500 criaturas a lo largo de 40 años.

Cada una de ellas con un nombre y apellido.

Beth es Beth Allen. Y pueden escucharla a ella misma contar su historia: la increíble historia de cómo, durante décadas, la mejor opción para salvarle la vida a un bebé prematuro fue convertirlo en una atracción de feria. «