Mis mejores vacaciones.
Había playas de olas grandes, de olas torcidas, sin olas. Cuando volvíamos, el perro entraba en la posada, como si al fin lo hubiéramos relevado, nunca entendimos de qué. Comíamos en una fonda de comida al peso y le hicimos honor en la balanza. Nuestra anfitriona cocinaba feijoadas, preparaba tragos, organizaba una vida nueva. Cada tanto les gritaba a Kinkai y a su marido para que entraran, por el sol. Mi hija decía, tentada,»se hacen los sordos». Había que verles la cara. Parecía que el perro sonreía, con los labios estirados, y jadeaba, como riéndose.
*Escritora
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