El añejo trozo de madera, con sus curtidas rueditas a cuestas, pende estoico en la entrada del Museo del Skate Argentino. Para el ojo poco entrenado, la jubilada patineta podría pasar por una más del montón. Pero no, damas y caballeros, se trata del decano nacional. «El primer skate traído a la Argentina en 1969 por un surfista marplatense que viajó a California –advierte un papelito pegado junto al inerte monopatín, y agrega con precisión de catálogo–: tabla custom de una sola pieza, con ruedas originales de metal a bolilla». Un auténtico objeto de culto para los fanáticos del tablón. La pieza integra la invaluable colección de skateboarding que atesora Guillermo «Walas» Cidade, consumado skater y líder de Massacre, la legendaria banda del under porteño.

Exhibida en La Usina del Arte en el marco de la décima edición del festival Ciudad Emergente, la colección más grande en su especie de América Latina, curada al detalle por Walas, recorre más de cinco décadas de historia, diseño y sociología de una expresión cultural demasiado urbana, indiscutiblemente universal. Surf del cemento, tribu contracultural o negocio multimillonario, el skate, nacido en California en los ’60, tiene un universo propio en la Argentina, con figuras legendarias, rampas emblemáticas y enfrentamientos –ahora casi pasados de moda– con la ley. 

«Quién iba a decirlo, esta era una auténtica cultura underground, bien marginal. Si hace 30 años me decían que iba a haber una exposición de skate bancada por el gobierno, me cagaba de la risa», confiesa Emiliano Fredes, docto miembro de la vieja escuela, mientras analiza las cualidades de un modelo 100% nacional, parido en 1979 por la marca Spada, el primer emprendimiento local que fabricó –en Vicente López– tablas, ruedas, bujes y pivotes. Muy cerca duerme la siesta una inmaculada Powell Peralta, diseño exclusivo de Steve Cavallero, patinador sagrado del gremio. «Si tenías una tabla importada como esta, en el barrio eras Maradona. Costaban mucho y no se conseguían, era medio elitista, en esto andaba ‘Chapete’ Lacroze, el nieto de Amalita», resalta Fredes, cuarentón de Parque Patricios, y recuerda sus primeros escarceos con una patineta casera en las bajadas del Hospital Garrahan: «Nos tirábamos con un amigo y hacíamos ‘catamarán'».

El flechazo definitivo con la vanguardia del skate se dio en el ’87, cuando conoció a una pandilla que se juntaba en la Plaza Vicente López. Su primera tabla fue una Kranium, que compró en los subsuelos de la galería Bond Street. Al segundo día, la descuartizó un colectivo. Fredes quedó con la tabla y el corazón hechos añicos, pero sabía que un tropezón no era caída: «La revancha se dio con una Pablo Itucha, como esta gloria –señala sonriente una madera gastada–. Le puse unos stickers y me largué. Había bandas en Barracas, Catalinas, Munro… eran como células dormidas.» 

Fredes pertenece a una generación marcada a fuego por el espíritu autogestivo, resumido en el lema punk «hacelo vos mismo»: «Por el skate aprendí inglés, para leer revistas de afuera; me enseñó a usar herramientas para armar las pistas, me curtí como fotógrafo para retratarnos, y conocí buena gente». Frente a una tabla tatuada con el logo en cruz de la marca Dogtown, no olvida las caídas antológicas que sufrió. En el Hospital Británico, se ufana, tiene una historia clínica del tamaño de una guía telefónica. 

Más allá de los diseños icónicos, la muestra permite apreciar las tablas donadas por auténticas leyendas del skate nacional: desde Javier Ferrari hasta Eduardo Pugliese, sin olvidar una longeva patineta pintada con témpera que perteneció a Juanchi Baleirón, guitarrista de Los Pericos. Antes de perderse entre los curiosos, Fredes dispara: «Hay una famosa frase que dice ‘el skate salvó mi vida’. No sé si es para tanto, pero no hay nada como agarrar la tabla, encarar la calle y perderse por la ciudad hasta dónde me lleve. Relajarse, pero también ensuciarse.»  «