Hace unos meses, mi padre me heredó el pasaporte que mi abuelo gallego, Eugenio, había usado en 1950 para entrar a Buenos Aires, en barco, desde una pequeña aldea llamada Coristanco. El pasaporte de un inmigrante más, de los miles que llegaron a nuestro país, en una de las muchas oleadas inmigratorias del siglo pasado.

Muchos detalles me llamaron la atención de aquel documento, tan emotivo para mi. Una de ellas era que en la descripción de la profesión decía “labrador”. Me resultó muy curioso, porque es un término muy olvidado hoy en día para referirse a una labor. En Wikipedia, después de sortear los ofrecimientos de perros de esa raza, logré encontrar como definición “persona que trabaja la tierra, campesino”.

Hace unos años, entrevisté para una nota, a Ruy Farias, historiador que había especialmente trabajado en sus investigaciones las cuestiones de la inmigración gallega, puntualmente en el sur del conurbano: Lanús y Avellaneda. En esa charla me comentó que los inmigrantes tuvieron que hacer una doble adaptación al llegar a Buenos Aires: adaptarse del campo a la ciudad y de lo rural a lo industrial. Muchos de ellos, al igual que mi abuelo, venían de vivir en aldeas, en pequeñas comunidades vinculadas al trabajo rural, pequeñas chacras, cría de animales de granja, también la pesca.

La ciudad pasó a ser un ecosistema de supervivencia nuevo. Muchos de ellos, siguieron conservando alguna práctica campesina: la parra en el patio con la que elaboraban vino casero o algún que otro frutal (mi abuelo tuvo un árbol de ciruelas durante años). Pero la gran mayoría, se deshizo de su pasado campesino. Ser campesino en una sociedad que se industrializaba, era sinónimo de bruto, de poco refinado, de rústico. El campesino se presentó en ese esquema como un colectivo al cual alfabetizar, introducir en la fábrica, modernizar en sus gustos y en sus consumos.

Esos saberes se fueron perdiendo con cada generación. Sin embargo es interesante analizar nuevas miradas que proponen en la actualidad los movimientos ambientales con perspectiva social. Colectivos que proponen por ejemplo el desarrollo de huertas urbanas o huertas comunitarias en espacios públicos y que proponen recuperar ciertos saberes ligados a la tierra, revalorizarlos, poner en discusión ciertas ideas, entre ellas, la que propone cubrir de cemento cuanta superficie sea posible y que nos ha dejado con escaso acceso al pasto.

Acceder al pasto no es sinónimo de césped, que nos propone una idea de parquizado, de superficie decorativa y bien cuidada. El acceso al pasto, en cambio, es lo rústico, es lo no intervenido, es la naturaleza haciendo de las suyas. Al igual que a mi, al lector o lectora, le costará recordar la última vez que tuvo la oportunidad de estar descalzo o descalza en el pasto. Sin embargo, al igual que yo, recordará lo placentero de esa experiencia, de la que la Ciudad nos priva con sus escasos espacios verdes, pensados los pocos existentes desde una lógica que enreja y llena de cemento cuanta superficie sea posible.

Lejos de las propuestas románticas que proponen que todo pasado fue mejor, pensar a la Ciudad conviviendo con saberes cercanos a los rurales, allí donde ello sea posible, con proyectos comunitarios que permitan ver crecer un tomate, festejar el crecimiento de un morrón o una planta de lechuga, nos acerca a la idea de que todavía la tierra tiene mucho para darnos y que es necesario cuidarla. Claro que ello podría confundirse con meros objetivos educativos. Por el contrario, plantear un colectivo capaz de organizarse para llevar adelante una huerta o una compostera en un espacio público y sostenerla, nos acerca a un objetivo político, aquel que nos propone una Ciudad en la que no necesariamente el otro tiene que ser alguien a quien temer o a quien desconocer, sino que puede ser alguien que construya conmigo una idea de Ciudad distinta. Quizá por eso al Gobierno de la Ciudad no le gustó el proyecto de huerta desarrollada en la vereda por los vecinos del barrio de Chacarita y amenazó con quitarla. No pudo hacerlo porque los vecinos se opusieron. Ya se habían organizado para hacer la huerta, se organizaron para defenderla.

En varios espacios de la Ciudad, como en Plaza Irlanda, en Caballito o en parque Quinquela de La Boca, por mencionar solo algunos, los vecinos se organizan en mesas de trabajo y proyectan sus huertas. Se comunican entre las huertas, intercambian semillas y plantines, se desarrollan prácticas colaborativas, imaginan una Ciudad en la cual lo verde no sea un mero slogan.

¿Será que una Ciudad que conviva con la idea de pequeños espacios naturales con posibilidad de ampliarse es posible? ¿Dónde están esos espacios? ¿en el patio, en el balcón, en la vereda, o quizá en lo público, en el parque, en la plazoleta, en el boulevard?

Hoy sabemos que fue necesario denigrar la figura del campesino para que el campo pueda ser un negocio para pocos, para que la industria pueda tener mano de obra disponible, para generar consumidores a grandes escalas. Quizá sea momento de imaginarnos labradores, trabajadores de la tierra, acá mismo, en la Ciudad de Buenos Aires, ese ecosistema que integramos y que quizá, también puede llegar a ser más acogedor, más saludable, más placentero si empezamos a planificarlo con más pasto, con mas huertas comunitarias y con menos cemento.