Un Jesús barbudo camina por la empedrada Gonçalves Dias rumbo a Constitución, San Telmo y quizá más allá. Lleva a cuestas muchas penas y ejemplares de una vieja revista sobre masonería. “Las encontré en un container en Avellaneda, están casi nuevas. Ahora me siento en alguna plaza y me pongo a leer, si no me saca la policía”, dice Jesús, y mira alterado el patrullero que pasa a todo trapo por Iriarte. Se saca la bronca pitando un Melbour rubio.

Hace un par de días, cuenta, dos efectivos de la Bonaerense lo despertaron a palazos: “En la panza, en la cabeza, creo que esta cuarentena en realidad es una represión oculta, constante, el terror contra los que no tenemos nada”. Jesús tiene 37 años, fue profesor de inglés, estudió filosofía, pero se gana la vida revolviendo en la basura lo que otros descartan: “Siempre hay algo: una cámara de fotos, discos. Una vez encontré Willy y los chicos pobres, de Creedence. Lo vendí en San Telmo.” Hace dos años se fue de su casa y desde entonces duerme donde puede: “Pero es cada vez más difícil. Descanso de día: ayer estuve tirado en Plaza Francia. El parador es como caer preso”. Antes de seguir camino, Jesús confiesa que no cree en milagros: “Dudo que esto del virus cambie la sociedad. Hay mucho terror en todos. No niego la pandemia, pero piense en el dengue o el mal de Chagas… Nadie les da bola.”

Según el último Censo Popular de Personas en Situación de Calle, hay más de 7000 personas sin techo en la Ciudad de Buenos Aires. “Pero esos números se quedan cortos, hermano, pueden ser el doble o el triple”, analiza Manu, coordinador del Centro de Integración Complementario Ernesto “Che” Guevara. La sede enclavada en Barracas es comandada por la ONG Proyecto 7, que labura hace pila de años con los sin techo. Hasta hace algunas semanas, en el galpón se dictaban talleres y una cooperativa producía pan y roscas crocantes. Desde que se decretó el aislamiento, se convirtió a contrarreloj en el refugio de 30 pibes. “Pensá que la gente en situación de calle no puede cumplir con una cuarentena. ¿Dónde te lavás las manos? La mayoría de los compañeros estaban por el centro, abriendo puertas de taxis, limpiando vidrios, y ahora esos laburos no existen más. No se puede ni manguear en la calle. Y si andás afuera, caés preso y te comés una causa, no es joda”.

Proyecto 7 también tiene dos hogares: el Monteagudo, para hombres, y el Frida, para mujeres, pero no dan abasto. En unos días, agrega Manu, abre otro galpón para 100 personas en la zona sur. Lo van a manejar en forma colaborativa con el gobierno porteño: “El tema es que los empleados de los paradores de Larreta no quieren trabajar con nosotros o nos tratan mal. Ahora los llaman Centros de Integración, pero es como ir a un calabozo. Hace pocos meses, la Ciudad negaba que hubiera gente en la calle. Mirá ahora todos los espacios que tienen que abrir”.

León anda de acá para allá por el galpón, con la botellita de alcohol a cuestas. Es el encargado de desinfectar las manos de los recién llegados, y de los que pasan a buscar una vianda: “Hay que cuidarnos entre todos, tomar precauciones por los que están poniendo el pecho laburando acá, y también por los pibes que se están bancando el encierro, la abstinencia. Es duro, pero la peleamos todos juntos, esto es una comunidad”, cuenta el morocho de 28 años. Lleva más de una década en la calle. Hasta marzo dormía en el Parque de los Patricios: “Saltaba la reja, pero ahora está totalmente cerrado y con policía. Caer acá me dio un respiro”.

Oscar tiene 40 pirulos y llegó desde Mar del Plata en noviembre. Sacaba unos mangos en un lavadero de autos pero la cuarentena lo dejó en la mala, yendo al comedor, durmiendo donde pintaba. Ve noticieros, juega al truco, da una mano en la limpieza. “Obvio que estoy cagado, pero estar acá es una bendición, y nos bancamos entre todos”.

Daniel espera en la puerta del galpón a que le habiliten el ingreso. Dormía en el Parque Chacabuco. Hace una semana, lo encaró un policía y le pidió el permiso para circular: “¿Adónde voy a hacerlo? ¿A quién le pido permiso para vivir en la calle? Todo esto me tiene mal. Ojalá pueda quedarme”. A su espalda, la pared tatuada del galpón lo dice clarito: “La calle no es un lugar para vivir. ¡Ni para morir!” «