Un adicto a las drogas suele estar condenado sin necesidad de que haya un juicio formal. La pena es de lo más variada: puede permanecer en la calle indiferente a todos, salvo que se meta en problemas, o bien ser sentenciado a convertirse en un eterno paciente de un instituto privado o público y eventualmente convertirse en un «cliente» de los denominados centros terapéuticos o granjas de rehabilitación. Estos establecimientos, que se multiplican a lo largo y ancho del país, carecen de estrictos controles y procedimientos. Se calcula que son unos mil, aunque ni el propio Estado sabe cuántos hay.

El periodista Pablo Galfré puso de relieve la problemática meses atrás con la publicación del libro La Comunidad, que indaga sobre los casos más oscuros con los que se topó al investigar la Fundación San Camilo, una granja de rehabilitación de Pilar.

Felipe, Saulo y Matías

En 1996, tras la muerte de su padre, los problemas de Felipe Mariñansky, nacido en el seno de una familia acomodada porteña, se pronunciaron: tenía retraso madurativo, HIV y leucemia. La convivencia con su madre, que padece esquizofrenia, se volvió imposible. La suerte de Felipe se selló cuando en medio de una crisis rompió uno de los vidrios del edificio de Cuba y Roosevelt donde vivía, en Belgrano. Sus parientes lo internaron primero en la Clínica Emanuel, de Caballito, hasta que a mediados de la década pasada lo trasladaron a San Camilo, en Derqui. Según el parte médico, fue internado por «pueril y homosexual».

«No tenía un consumo problemático. Por su retraso, los pibes lo maltrataban. A veces se hacía encima y lo manguereaban con agua fría en pleno invierno», explica Galfré, quien recordó que en mayo de 2013, Felipe asistió en un estado de salud muy desmejorado a la guardia de un hospital, donde le detectaron «un hematoma crónico en la cabeza y, aunque le practicaron un drenaje, entró en coma y murió un mes más tarde, el 3 de junio». El autor del libro cree que el hematoma probablemente fue provocado en San Camilo. Sin embargo, esa hipótesis nunca se investigó.

Casi dos semanas después, el 14 de junio, Saulo Rojas, un chico mendocino, se ahorcó con su cinturón en una celda de la granja. «Murió en una habitación de 16 metros cuadrados, que tenía una sola puerta de chapa; el piso y las paredes eran de cemento sin revocar; el hueco de la ventana no tenía vidrios pero sí barrotes, y en el lugar donde lo alojaban solo había un colchón de goma espuma húmedo», reconstruyó Galfré.

Saulo presuntamente había tenido una recaída en su «tratamiento» e iba a ser enviado a la sede de Del Viso, donde funcionaba la denominada clínica y el régimen era aun más carcelario en comparación con el de Derqui.

La madre de Saulo, Miriam Lucero, se convirtió en una luchadora incansable por el esclarecimiento de la muerte de su hijo. «Él entró a San Camilo con una esperanza y con un sueño», dijo la mujer en una reciente conferencia de prensa en Pilar. «Al instante que ingresó, nos separaron. A mí me mostraron las instalaciones y cuando me quise despedir de Saulo, no me dejaron ni siquiera darle un beso. ‘Una vez que entran ya no pueden salir’, me dijeron», agregó.

Galfré también contó cómo uno de los expacientes de San Camilo, Nicolás Perrone, quien además tenía antecedentes penales, llegó a fundar otra comunidad, San Antonio, en Del Viso, sin mayor formación profesional que la de haber vivido en una de estas granjas y haber entendido su lógica mercantilista. Así, el autor dio con el caso de Matías Lamorte, un muchacho de Mar del Plata que murió el 31 de mayo de 2015, solo cuatro días después de que su familia lo internara. «Murió sobremedicado, meándose encima, sin poder levantarse, de un edema pulmunar y síndrome asfíxtico, al cuidado de nadie», resumió Galfré.

Todas estas muertes eran  evitables. Con esta hipótesis se maneja la fiscalía de Pilar, que trata de determinar si el destino de Saulo pudo haber sido otro. Bajo sospecha están Sergio Rey, director médico de San Camilo, y el psicólogo Alejandro Jacinto, además de los directores y dueños del lugar, Martín Iribarne y Victoria Bonorino.

El libro La Comunidad demuestra cuán lejos se está de la aplicación plena de la Ley Nacional de Salud Mental y Adicciones (LNSMA), sancionada en 2010, y el gran negocio que está detrás, ya que obras sociales, prepagas y los diferentes niveles del Estado se hacen cargo de abonar a todas estas instituciones las mensualidades para depositar allí a estas personas «incómodas para la sociedad». El costo supera los $ 15 mil por mes. A un promedio de 60 camas por clínica, el negocio es millonario.

Tras la publicación del libro, la Comisión Provincial por la Memoria realizó una recorrida por San Camilo y comprobó «un funcionamiento muy similar al de cualquier unidad penitenciaria, con el agravante de que unas 25 personas habían sido internadas de manera involuntaria», explica Luis Onofri, titular del Programa de Salud Mental de la CPM. «Como podíamos estar frente a privaciones ilegítimas de la libertad, presentamos un hábeas corpus colectivo. Realizamos todas las entrevistas que pudimos y nos tuvimos que ir debido a las amenazas de los operadores a los propios internos». Como esa medida judicial no progresó, la CPM presentó una denuncia penal.

«De acuerdo a lo que establece la LNSMA, se necesita un equipo interdisciplinario, y eso en las comunidades terapéuticas es inexistente. Es que se aprovechan de una necesidad al no haber una respuesta estatal pública», concluye Ángel Barraco, referente del Movimiento Social de Desmanicomialización y Transformación Institucional y uno de los corredactores de la ley. «

Blake y la ley de Salud Mental

El 31 de julio pasado el ministerio de Salud resolvió crear una Comisión de Asesoramiento “para la habilitación y fiscalización de establecimientos y servicios de Salud Mental y Adicciones la cual tendrá como objetivo formular observaciones y recomendaciones respecto de la actualización y seguimiento de normas” que rijan sobre estos lugares. El coordinador del área será el director nacional de Salud Mental y Adicciones, André Blake, desde cuyo organismo prefirieron no responder preguntas. Varios especialistas consultados indicaron que Blake está en contra de la Ley de Salud Mental.

Una clínica legal y cinco ilegales

Fabián Chiosso, presidente de las Federación de Organismos No Gubernamentales de la Argentina para la Prevención y el Tratamiento de Abuso de Drogas, si bien destaca la investigación de Galfré no coincide con su conclusión: “No todas somos iguales”, se defiende, aunque reconoce que por cada “centro terapéutico legal hay cinco ilegales”. El representante de medio centenar de estas instituciones, refiere que “el Estado todavía no ha definido una normativa para habilitar y supervisar estos centros”.

Chiosso también destacó la importancia del observatorio de drogas de la Sedronar que se habría desmantelado hace unos años. “No tenemos cifras de nada. No alcanza con saber qué drogas se consumen sino para qué, quién y por qué lo hacen”, graficó.

Por su parte, la Sedronar, le dio forma a un centenar de Dispositivos Integrales de Abordaje Territorial. Según informaron, “son centros preventivos asistenciales gratuitos, de abordaje integral ambulatorio y cuya gestión se encuentra a cargo de asociaciones civiles, organizaciones no gubernamentales, municipios o provincias dirigidos a personas sin cobertura médica en situación de vulnerabilidad frente a las problemáticas relacionadas con el consumo de sustancias».