Bela Lugosi no murió. Vive en los pálidos clones que aguardan impacientes su turno para ingresar al edificio de aire neoclásico de la Societá Italiana Unione e Benevolenza. Las calles del barrio de San Nicolás son una boca de lobo. La luz solar es solo un mal recuerdo. Una llovizna fantasmagórica completa una postal digna de Transilvania, en pleno centro porteño.

«Sin duda, señor, Lugosi es el Drácula icónico, el hombre que vestirá eternamente la capa. Sin embargo, hoy me vine con un aire más contemporáneo. Un homenaje al Drácula de Gary Oldman, porque justo se cumplen 25 años del estreno de la película de Coppola. Los lugosianos me miran con desconfianza. Pero yo no me hago mala sangre», explica el actor y escritor Gabriel Sosa, ataviado con una peluca blanquísima y colmillos haciendo juego. Sosa es autor de la saga literaria El Quinto Conjuro y habitué de los eventos recreacionistas. Esta noche oficia como maestro de ceremonias en la mascarada que homenajea al vampiro más célebre de la historia. «Creo que la cultura vampira es atemporal –arriesga, poco antes de volar hacia el escenario para inaugurar la velada–, pero también está relacionada con la seducción. Todos, por lo menos una vez en la vida, fuimos hipnotizados por un vampiro.»

Desde el tablado, Sosa saluda con modales de aristócrata y recibe el rabioso alarido de la audiencia. Esquiva con destreza los mortales flashes que disparan los fotógrafos. Luego toma el micrófono, sonríe haciendo gala de sus filosos incisivos y desembucha: «Tantos siglos hemos esperado este momento los de nuestra clase, y finalmente llegó. Esta noche hemos salido de nuevo a las calles para seducir a los noctámbulos, esos patéticos mortales. Hoy podremos saciarnos, colegas, hay sangre por doquier. Pero, por favor, no se me empachen.»

A sangre tibia

«Hay gente a la que le gusta jugar al fútbol. Bueno, a mí me gusta la cultura gótica y el terror», asevera sin espantarse Adrián Juárez, pope negro de Gothic BA, la productora madre del encuentro vampiro. Desde hace más de una década, organiza eventos con aire dark, espíritu recreacionista y nervio contracultural. No le va mal: la fiesta vendió más de 300 tickets anticipados. Celebra dos momentos bisagra en la cultura vampírica: los 120 años de la edición del clásico sempiterno de Bram Stoker y las bodas de plata del film de Coppola. Es fan de Drácula desde su tierna infancia, cuando le agarró el gustito a desvelarse con el cine de ciclos como Viaje a lo inesperado. Christopher Lee es su conde favorito. «Creo que la figura del vampiro resume varias pulsiones capitales: la sensualidad, la muerte y lo prohibido», reflexiona, mientras se acomoda el delgado antifaz de cuero negro. Antes de perderse entre un grupo de doncellas victorianas, se despide: «En estas épocas tan oscuras, por la dictadura de la tecnología y el trabajo a destajo, el terror puede ser un refugio encantador.»

En uno de los pasillos del edificio, el cadavérico Mariano Leonardi ultima los detalles de su vestuario, para salir a escena e interpretar a la «Muerte Roja». Llegó desde La Plata acompañado por su mujer y una docena de compinches, con los que comparte la pasión por los juegos de rol. «Tenemos el desafío de personificar a vampiros de diversos clanes y sectas. Imaginate que en nuestra vida cotidiana no hay demasiadas chances de ponerse estas prendas», revela el joven ingeniero de sistemas, que ostenta con hidalguía un chaleco decimonónico y largo sacón de cuero. Completa el look con un bastón coronado por un cráneo y lentes de contacto color marfil. «Quédese tranquilo, no tenga miedo, mis ojos no son así –asegura, con mirada penetrante–. Más allá de la fiesta y la diversión, en el juego aflora un subtexto que critica el consumo, los estratos sociales… La clave es preguntarnos qué es un monstruo.»

El docente de portugués Oscar Molina parece tener la respuesta: «El vampiro es un personaje muy arraigado en la cultura popular, porque une dos facetas presentes en todos los seres humanos: la cara humanitaria, pero también la demoníaca.» Esta noche decidió ponerse en la piel de un oscuro marqués francés, inspirado en La filosofía del tocador, de Sade. «En el fondo –sonríe con beatitud y se calza una careta endiablada–, todos tenemos lo mejor y lo peor dentro nuestro.»

Cuando suena el vals, las parejas de enmascarados le sacan viruta al piso. Alejandro y Casandra se destacan en el centro del salón. Se ganan la vida como realizadores audiovisuales, maestros de los efectos especiales. Ella lleva una máscara de látex inspirada en los vampiros de los ’80 que da miedito. Casandra podría dar cátedra sobre la evolución de la cultura vampírica: «Para armar la máscara nos basamos en la estética de películas de culto como The Lost Boys (1987), con incisivos bien trabajados y lentes de contacto amarillos. Pero también tengo algo de Buffy, la cazavampiros (1997)», explica. Su novio lleva adherido un antifaz símil sangre. También luce uñas filosas, pero cuidadosamente esculpidas como garras. Tiene un aire a mitad de camino entre Alex de La Naranja Mecánica y Christian Bale en Psicópata Americano. «Y sí, tengo que confesar que me encanta la sangre –se despide la lady–, pero solo verla. Nunca bebí, y el Bloody Mary no es uno de mis tragos favoritos.»

Mordisquito

Mercedes y Víctor son lugosianos de la primera hora. Sin embargo, en su top ten vampírico no olvidan las reencarnaciones nacionales del inmortal conde: «Pablo Echarri en Tiempo final, Gerardo Romano en una olvidable producción de Canal 7, pero el mejor de todos fue Carlín Calvo. Aunque hay que reconocer que les faltaba un poquito de sangre», dice el joven abrigado con un añejo sacón, propiedad de su abuela. Una careta comprada en el Once remata su outfit. Mientras mueve las patitas en trance, al ritmo de un clásico de Bauhaus, arriesga: «Lo que más sigue haciendo ruido de Drácula es ese aire misterioso y oscuro. Pero también el gustito por la eternidad.»

En los puestos de gastronomía y merchandising se nota que los vampiros andan dulces. En el stand de Topo FX, los fanáticos pueden conseguir desde posavasos con la cara de Poe y Lovecraft hasta cerebros decorativos. «Lo que más sale son las cápsulas de sangre, a $ 50 pesos. Pero no insista, no podemos decir de dónde la sacamos», suplica el vendedor. En el puesto de Gothic Raven, la maestra pastelera Mariana vende tortas de chocolate decoradas con ataúdes, estacas y murciélagos. Cuenta que los clientes tienen un paladar conservador. Se inclinan por las jeringas cargadas con jarabe de mielcita, color rojo shocking. Se venden a solo 20 pesos.

Cerca de la barra, el corrupto juez veneciano Paolo Pietro della Fontana lubrica su garganta, antes de participar en la elección del «vampiro de la noche». Bebe un oscuro y espeso brebaje. «Nada de sangre, querido, hoy prefiero el fernet», dice Luis, el hombre detrás del personaje. Cuenta que vive en Lanús, «un barrio lleno de chupasangres, basta con ver al intendente. Ni hablar del anterior, que vivía a la vuelta de mi casa y ahora tiene una mansión a todo trapo en un barrio cerrado.» Antes de despedirse, convida un trago y advierte: «Hidrátese, mire que la noche va a ser larga. Puede que usted no crea en los vampiros, pero le aseguro que está rodeado, difícil que se salve de una mordidita. De última, relájese… y disfrute el paso a la inmortalidad.» «