Está chequeado: en la Argentina cualquier versión alcanza, aunque sea por un ratito, condición de hecho. Tal vez, por eso mismo, partes de nuestra historia nunca fueron otra cosa que versiones. Estos días recientes fueron un venero (¿o un veneno?) de versiones: de renuncias, de malestares, de internas. Versiones de versiones de versiones que para nada son diversiones. Aquello que nuestro “santo” oficio periodístico da en llamar “versiones encontradas” no son otra cosa que subterfugios que nos llevan a desencontrarnos con la información real. Me trastornan las versiones. Pertenezco a una generación que (in)maduró en medio de versiones de inquietud en las Fuerzas Armadas y que, al menor descuido, dejaban de serlo y se convertían en golpes de Estado.

Hay versiones de aquí y de allá, antojadizas, noveleras, caprichosas. Sectores poderosos hacen fuertes inversiones para postrarnos en estado de versionismo. En ocasiones, el periodismo, bah, nosotros, los periodistas, somos verdaderos responsables de que un simple chisme, un mero infundio, una rotunda malversación de la realidad se transforme de un minuto para el otro en la reina madre noticiosa de la semana, del mes o de años enteros (recordar el uso que se le sigue dando a la muerte de Nisman). Aunque no nos guste debemos reconocer que no hay un solo día en que las versiones nos den descanso y eso nos hace mal: las repudiamos y les desconfiamos, pero en el fondo las alentamos y las necesitamos. ¿Será esto una patología con alguna cura posible?

Recuerdo un célebre artículo que Juan Carlos Onetti escribió a fines de los años ’80 para la agencia Efe en el que ironizaba sobre las fuentes. Allí («El señor Fuentes», en el original; «Reflexiones sobre Don Fuentes», cuando lo republicó aquí Página/12 en enero de 1988) decía: «Cada vez que no se sabe nada de nada, mi viejo y querido amigo Fuentes aparece y opina con frases rotundas y al parecer definitivas». Y agregaba, con mucho humor: «Hoy quiero reiterarle mi cariño a Don Fuentes y dar a conocer su nombre verdadero y completo… se llama Fuentes Habitualmente Bien Informadas… como no tiene la conciencia muy limpia, tampoco tiene reparos en usar nombres falsos: Fuentes Solventes, Fuentes Creíbles, Fuentes Que Quieren Permanecer Anónimas, Fuentes Fidedignas, Fuentes Confiables».

Cuánto asombraría hoy al escritor uruguayo saber que cuatro décadas después periodistas de la televisión argentina ofrecen como fuente irrefutable su teléfono celular. Qué diría el autor de El astillero si los viera mirando sus telefonitos y hablando muy serios a la cámara: “Me dicen que” o “Ahora alguien me cuenta”. ¿Qué clase de Don Fuentes se han echado?

Y, como si fuera poco, también están los rumores, que vienen a ser otra forma establecida y virulenta en la guerra de la maledicencia. Algo sucedió, pero ¿dónde? ¿En la imaginación?, ¿en el inestable espacio de las redes?, ¿en el interior de alguna mente desequilibrada? Vivimos en la Argentina y desde el presunto Diario de Irigoyen y las falsedades antiperonistas a los trolls de hoy y otras tribus malsanas dedicadas a jibarizar la verdad y a traficar difamaciones y mentiras hay apenas pasitos. En un ensayo clásico de la psicología social de los años ’50, W. Allport y L. Postman puntualizaron requisitos fundamentales para la más segura instalación de un rumor. A saber: 1) se debe referir a un asunto o a personas socialmente importantes; 2) si gira en torno a personas o a hechos reales, deberá guardar márgenes de ambigüedad, verosimilitud o apariencia fidedigna; 3) los rumores más eficaces se sostienen en su velocidad de propagación y, especialmente, en sus características imaginarias y distorsionadoras.

Los rumores son voces que corren; ruidos habitualmente sordos, inciertos, confusos; circulaciones sin fundamento; trascendidos riesgosos; runrunes infames que casi siempre tienen el principal objetivo de mancillar reputaciones. En algo se parecen a las leyendas urbanas, que con tanta pertinencia investigó Jorge Halperín en su libro Mentiras verdaderas. Esos fenómenos, igual que los rumores, pueden ser respuesta a tiempos sociales en los que crecen el escepticismo y la desesperanza. Otra que cuidadito: cuidadazo con ellos.

En 2017 varios diccionarios prestigiosos del mundo eligieron como «palabra del año» a fake news, «noticias falsas» en castellano. Fue seleccionada por expertos,  entre 4500 millones de términos que giraban en el bolillero de las palabras. Se veía venir, porque en 2016 la expresión que se quedó con la pole position fue post truth, «posverdad» en español. Las fake, que siguen totalmente vigentes, se diferencian de la entrelínea, del amarillismo, del dato confidencial, del sensacionalismo, del lugar común interesadamente convertido en información. Son todas esas cosas sumadas y juntas, pero más dañinas aun. Es la instancia superior de la tergiversación o, por definición, «campañas organizadas de desinformación relacionadas con hechos políticos».

Parafraseando a un conocido dirigente gremial: ¿y si dejamos de balearnos en los pies disparando rumores, versiones y noticias falsas por dos años?

No es tanto tiempo. Podríamos probar, total ya sabemos cómo nos fueron avalando profecías oscuras, que solo son funcionales a los que se explican desde el rating, crecen gracias a los Último Momento o se creen fuertes imaginando crónicas de muertes anunciadas. Propongo formalmente que dejemos de pensar que algo terrible está siempre por ocurrir en nuestro país. Si seguimos intoxicándonos con mentiras verdaderas (que, finalmente no son otra cosa que mentiras) que aseguran que nos irá mal, muy mal, remal, nos irá mal, muy mal, remal. Y peor todavía.  «