A las dos de la matina la terraza está en llamas. Con su perreo, les chiques de la House of Satana le echan más nafta al fuego. La tórrida escena queer porteña vive su fiebre de sábado por la noche en las alturas de La Confitería, un antiquísimo y por demás elegante centro cultural enclavado en Colegiales. «Y todavía no viste nada –explica, demasiado coqueta, Chaco Satana desde sus plataformas interminables–. Cuando empiecen las batallas en el primer piso, ahí vas a saber lo que es bailar en un infierno.» Encantador.

En las entrañas del caserón se cocina una nueva edición de la concurridísima Fiesta Turbo, prominente celebración de la movida «voguing» en la Ciudad de Buenos Aires. ¿El qué? «El voguing, querido, es un baile que viene de la legendaria cultura marica-travesti de Nueva York», alecciona con aires de historiadora Victoria Secreto, hermana adoptiva de la Chaco y miembro activa de la Casa Satana, el linaje familiar más reconocido en el gremio «voguero» de los 100 barrios porteños. «En una palabra –suma Chaco–, el voguing es algo liberador, que permite sacar el lado más femenino, andrógino, también ‘mostroso’ de todes nosotres. Una danza que deconstruye. Pero que también es mucho más.»

Baile, estilo, subcultura… el voguing –al igual que sus cultores– no se deja clasificar, encasillar, atrapar. Fue parido por los de abajo –gays, latinos y negros de la clase trabajadora– en los subsuelos del under de la Gran Manzana, como una danza que les permitía transformarse, jugar a ser otros. Devenir, por una noche, supermodelo de la muy chic revista Vogue, militar de West Point, yuppie golden boy de Wall Street y otras quimeras inalcanzables para los marginados.

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(Foto: Daniel Baca)



Pero también, muy en el fondo, hay una competencia, con bailarines combatiendo, como duelistas que nunca se pueden tocar. En el voguing, bailar pegados no es bailar.

Pasos y más pasos son las armas, una pizca de música house electrizante que estalla desde los parlantes como banda de sonido y todo listo para batallar. Hay un atento jurado, puntuando. En resumen, un glamoroso desfile bailable, donde los pingos se ven en el ballroom, la pista.

Desde los combates germinales en el Harlem durante la década perdida de Ronald Reagan, pasando por sus días de gloria pop edulcorada y masiva apadrinados por la ¿mejor? Madonna en los neoliberales ’90, hasta la creciente movida voguing global en el nuevo milenio, Buenos Aires no escapa a la ola. Y tira poses todos los meses en la Turbo.


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(Foto: Daniel Baca)


Marica y contracultural

La Turbo no nació de un repollo. Su ideólogo es Rodrigo Rotpando, 36 años, un curtido DJ organizador de fiestas míticas de la noche queer-punk. «Tomamos con mucho respeto toda una tradición de contracultura, resistencia marica, desde el Parakultural, Batato Barea y el transformismo local, mucha gente que rompió con el género establecido. Agarramos la posta, pero la resignificamos. Somos de la generación de las redes sociales y RuPaul», traza una genealogía mientras surca el lustroso parqué del boliche.

En 2017 se le ocurrió crear un espacio para voguear. «Nos juntamos con varias amigas y mostras. Primero pensamos que era algo muy exótico, que por ahí la gente no se iba a copar. Teníamos el antecedente de Varela Is Burning, un ballroom mítico del Conurbano creado por Sónica Satana, la host de Turbo. Y con el pasar de las fiestas nos dimos cuenta de que éramos muchos más de lo que pensábamos. Había que hacerlo.» Y Turbo, con menos de un año y medio de vida y absoluta gestión cooperativa, explotó.

Según Rotpando, el voguing argento bebe en la original fuente neoyorquina, pero tiene sus particularidades. «Hay cierta continuidad, apropiaciones como la formación de casas de familia de bailarines, como la House of Satana. Pero no somos las maricas del Bronx con VIH. Somos las mostras con VIH de acá. Ahora la escena es global, y de a poco nos estamos conociendo, contactando.» Una Internacional Marica, que traza puentes con la libertina Berlín, la loca Santiago y hasta la peliaguda Moscú, donde Putin persigue las disidencias sexuales con furia inquisidora.

Espacio de comunión, en el voguing todes tienen su chance de brillar en la pista. «En los inicios en EE UU, las mujeres también participaban, pero luego eso se perdió. Nosotros recuperamos esa experiencia. También hacemos activismo gordo. Todos tenemos derecho a bailar, no queremos esa idea del cuerpo estilizado, sino del cuerpo real de personas reales disfrutando a pleno», dice Rotpando.

¿Todo baile es político? «Sin dudas. Este es un espacio de comunión, para generar lazos –explica Pedro Padilla, otro motor del evento–. Afuera está el tarifazo, la falta de espacios para la cultura, la macrisis. Acá vamos para adelante todos juntos los subalternos.»


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(Foto: Daniel Baca)


En el dancefloor

En la pista suena Fatboy Slim y la masa suda la gota gorda antes de que arranquen las batallas. En cueros, shorcito y chaleco amarillo que homenajea a los rebeldes franceses, Gonzalo mueve las patitas y brilla como la Libertad del cuadro de Delacroix. «Acá puedo ser quien realmente quiero ser, saco lo que tengo adentro», se despide en trance el docente de San Cristóbal.

No muy lejos, Mateo Explendorose hace gala de su mini sin prejuicios. Aunque no cree en las etiquetas, se siente una vampiresa intelectual post género. «Soy profe de inglés en un colegio. Y todavía me sigue shockeando la machirulidad de los chicos. Por eso lo que yo busco es deconstruir en todos los espacios», asegura. Hoy tuvo su primera clase de voguing. Aprendió lo básico: el exagerado cat walk (el paso del gato), el flexible duck walk (el del pato) y los profundos dips (las caídas). Para el ballroom, confiesa, le faltan horas de vuelo.

Rómulo es brasileño y se nota por como mueve el pandeiro en la pista. Hace dos semanas dejó atrás Río de Janeiro y se vino a la Argentina. «Gracias a Bolsonaro conocí esta fiesta», dice con un dejo de saudade carioca. Luce pollera negra larga y furioso glitter en composé. Ni la ola conservadora ni la derecha religiosa, se despide, le van a sacar lo regia. Mucho menos la alegría.



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(Foto: Daniel Baca)


La batalla de Colegiales

La performance de la familia Satana sobre el escenario deja a la platea a punto caramelo para las batallas. La matriarca Sónica, de estricto conjuntito animal print, toma el micrófono, dicta las reglas y anuncia los importantes premios que cosechará el vencedor: 1500 pesos devaluados y un dildo bien dotado.

Antes de salir al ruedo, la glamorosa «Quién es esa chica», una drag recién llegada de Barcelona, da los últimos retoques a su frondosa peluca rosada frente a un espejo. «Vengo a romperla, a hundir a todas. En la pista voy a estar al rojo vivo. Hoy gano seguro, soy la reina», dice y luego recibe, cual estrella de Hollywood, los aplausos de cuatro amigas que trajo de hinchada. En la batalla, le juega en contra el exceso de triunfalismo: un pibe con una camisa de Roy Lichtenstein le pasa el trapo.

El platense Fedde Thomas es el Barýshnikov del voguing. En el ballroom tira mil y un firuletes. ¡Al Colón! «Me gusta mostrar todos los trucos que ensayo, lo dramatic y lo femme –dice antes de la gran final–. Pero lo fundamental es divertirse. En la pista no pienso demasiado. Bailo y disfruto.»

La tribuna delira con el nuevo campeón, hasta que desde los parlantes estalla nuevamente el punchi-punchi. En la pantalla, arriba del escenario, se lee una frase. «Bailar libera». Cuánta razón. «