El 2023 arranca con un hecho que seguramente trastoque el devenir de la geopolítica latinoamericana: el país más grande y principal economía de la región concluye su experimento ultraderechista y le abre paso al regreso del líder popular más importante —por lo menos— de las últimas décadas. El giro copernicano en el Palacio de Planalto genera un torrente de expectativas pero también múltiples interrogantes. ¿Cuánto Lula podrá (y se animará) a transformar comandando una alianza muuuy amplia y en un contexto económico global con tanto viento en contra? ¿Cuán en riesgo estará la gobernabilidad teniendo como principal fuerza opositora a un bolsonarismo poco afecto a las formas democráticas? ¿Apostará por ocupar el vacante rol de liderazgo regional que le exige la época?

El balotaje del 30 de octubre exhibió un país hondamente polarizado. Lula sacó el 50,9% contra 49,1% de Bolsonaro. Más de 58 millones de personas votaron al mandatario saliente pese a la floja performance económica, sus permanentes exabruptos y su mortal negacionismo de la pandemia. Si bien gran parte de ese caudal responde más a un arraigado fervor anti-PT que a una confianza en el exmilitar, el bolsonarismo copó el espacio de la derecha tradicional y se consolidó en el Congreso y en las gobernaciones. Uno de los principales desafíos será, entonces, recrear una hegemonía cultural progresista que haga frente a este conservadurismo ideológico vigorizado en estos cuatro años.

El otro gran reto, el más urgente, será revertir el tendal de miseria que deja la pesada herencia bolsonarista, traducido en su costado más crudo en el regreso de Brasil al “Mapa del Hambre” de la ONU con más de 33 millones de habitantes que no tienen para comer, en uno de los países que más alimentos produce en el mundo. Esa será la prioridad para Lula; lo promete en cada uno de sus discursos, lo reafirma en cada una de sus lágrimas cuando alude al tema, y ya lo hizo en el pasado cuando sacó de la pobreza a 40 millones de personas.

Claro que las condiciones para implementar un programa económico inclusivo no son las mismas que hace 15 o 20 años, en plena bonanza por el precio de los commodities. Además de la inestabilidad mundial pos pandémica potenciada por la guerra en Ucrania y las secuelas que dejó la destrucción neoliberal bolsonarista, Lula tendrá que hacer malabares para apagar este incendio contentando a los heterogéneos sectores que componen su coalición de gobierno, que van desde el PSOL (a la izquierda del PT) hasta sectores de centro-derecha como su propio vice Geraldo Alckmin o la excandidata presidencial Simone Tebet, subida al barco para el balotaje y ahora nombrada ministra de Planificación.

Lula también tendrá que lidiar con un Congreso corrido aún más a la derecha, con un bolsonarismo recargado y casi con la obligación de negociar con el famoso “centrão”, ese conglomerado de partidos más definidos por su rapiña de prebendas que por orientaciones ideológicas.

El campo de batalla, dentro y fuera del Parlamento, seguramente estará minado por los intentos desestabilizadores de una extrema derecha que perdió el Ejecutivo pero que se expandió como fuerza nacional. El ala más radical del bolsonarismo, esa minoría rabiosa y ruidosa, no dudará en pudrirla cada vez que pueda. Ya lo demostró con una violencia inusitada durante la campaña y después de las elecciones, cuando no aceptaron la derrota y marcharon a los cuarteles pidiendo un golpe, y más recientemente con el intento de detonar un camión con explosivos en el aeropuerto de Brasilia. Su autor material, un empresario bolsonarista llamado George Washington, admitió que lo hizo para generar caos e impedir que asuma Lula.

Bolsonaro no condenó ni este ni ninguno de los ataques de su tropa más desatada, dando un aval implícito. Fue él mismo quien incitó este clima belicista liberando el uso de armas y repitiendo que «el pueblo armado jamás será esclavizado». Fiel a su estilo, no irá a la transmisión de mando, repitiendo el gesto del dictador Joao Baptista Figueireido que se negó a ceder la banda presidencial en 1985 a José Sarney, el primer gobernante civil luego de 21 años de dictadura. En cambio, estará en Miami, donde pasará los próximos meses en un hotel de lujo de su amigo Donald Trump. El fantasma del asalto al Capitolio de 2021 sobrevuela las calles de Brasilia.

Además del peligro latente de las milicias paraestatales bolsonaristas, aparece la incógnita sobre las Fuerzas Armadas, que fueron la columna vertebral del gobierno saliente y jugaron fuerte contra la candidatura de Lula. Ahí radica otro de los desafíos del nuevo gobierno: domesticar a un poder que sigue teniendo mucho peso, que no es homogéneo y que precisa al menos una lavada de cara para garantizar la estabilidad democrática. En una de sus contadas apariciones desde la derrota, Bolsonaro advirtió que los militares son “el último muro de contención al avance del socialismo”.

La reconstrucción

La tarea es titánica, se trata nada menos que de reconstruir el país y volver a poner en pie un proyecto para las mayorías en un escenario bien distinto al de hace dos décadas. La encrucijada es nítida: para atacar las raíces estructurales de la desigualdad en este contexto económico, Lula tendrá que tocar intereses, incluyendo los de algunos de sus aliados y del empresariado que ahora está de su lado, algo que en la etapa anterior hizo a cuentagotas. Para eso, deberá apelar a una carta poco usada por los gobiernos progresistas: la movilización popular.

La recuperación democrática que le puso un freno al neofascismo brasileño significó un gran alivio. La resurrección política del inoxidable exmetalúrgico después de la persecución judicial, los 580 días de cárcel y el linchamiento mediático, es admirable. A sus 77 años, carga con las esperanzas de todo un continente. Y sabe que no puede defraudar: se juega también las últimas páginas de su biografía política.