Cuando el 8 de abril del año pasado el senador Bernie Sanders se bajó de la primaria demócrata y le dejó el campo libre a Joe Biden, se habló de un acuerdo con el viejo dirigente de la izquierda partidaria para dar un vuelco socialdemócrata a la política estadounidense. El discurso por los 100 días del nuevo gobierno confirmó esa línea y sorprendió a muchos que no esperaban un giro semejante desde la Casa Blanca. El plan de reactiva-ción de más de 2 billones de dólares en infraestructura es poco comparado con un par de definiciones que van marcando a esta Casa Blanca. Una es que la teoría del derrame no generó empleos, devastó industrias y benefició solamente a los mas ricos, cosa que al sur del Río Bravo se sabe desde el primer día. La otra es más disruptiva: “La clase media construyó este país… y los sindicatos construyeron la clase media. No Wall Street”.

Cuando hace algunas semanas Biden presentó por primera vez el ambicioso proyecto de infraestructura desde estas paginas se dijo que era un plan peronista. Estos días las reacciones en medios locales e internacionales pasaron por definirlo como una vuelta de página sobre las políticas tomadas desde Ronald Reagan a esta parte. Que era como volver del neoliberalismo a Franklin Delano Roosevelt y el New Deal de los años treinta del siglo pasado.

La propuesta de revitalizar a los sindicatos, en cambio, sería algo así como volver a John Kenneth Galbraith, un muy influyente economista nacido en Canadá pero que realizó su tarea en Estados Unidos desde los tiempos de Roosevelt y -tras una vida extensa, ya que murió a los 98- con John Kennedy. Dueño de una escritura muy amigable y con un gran sentido de humor, Galbraith plasmó en casi una treintena de libros un pensamiento eco-nómico que partiendo del keynesianismo le puso el cariz político que toda decisión necesita para beneficiar a las mayorías.

Fue secretario de Comercio durante la Segunda Guerra Mundial, y no dudó en aplicar controles de precios en determinadas circunstancias. Propuso limar asperezas con la Unión Soviética y planteó las razones para sostener la existencia de sindicatos. Habida cuenta de que las grandes corporaciones se fueron convirtiendo en un mons-truo que aplasta a los jugadores más chicos de la economía, ahogando toda competencia perfecta en los términos del liberalismo teórico, el único contrapeso consiste en organizaciones sindicales lo suficientemente fuertes como para enfrentarlas.

La lucha sindical sufrió un duro retroceso desde Reagan y la postura del ala izquierda del partido Demócrata quedó plasmada en la plataforma electoral de noviembre pasado. “Todo lo que significa vivir una buena vida y mantener a su familia (la semana laboral de 40 horas, vacaciones pagas, protecciones de salud, una voz en su lugar de trabajo) se debe a los trabajadores que organizaron sindicatos y lucharon por protecciones laborales. Debido a la organización y la negociación colectiva, solía haber un acuerdo básico entre los trabajadores y sus empleadores en este país, que cuando trabajas duro, compartes la prosperidad que tu trabajo creó”, dice uno de los puntos elaborados tras el acuerdo con Sanders.

Biden apoyó el intento -fallido- de formar un sindicato de trabajadores de Amazon. “(Los sindicatos) ponen el poder en manos de los trabajadores. Te dan voz más fuerte, para tu salud, tu seguridad, salarios más altos, pro-tecciones ante la discriminación racial y el acoso sexual”, tuiteó en febrero.

El riesgo es que todo resulte como esa votación en Amazon. Que el neoliberalismo haya calado tan hondo que los trabajadores vean a la tarea gremial como un escollo para la felicidad individual.  Por lo pronto, entre los propios demócratas hay voces que comparten el credo neoliberal con los republicanos. Y en el Senado, al oficia-lismo no le sobra nada.

El gobierno armó una mesa chica para que se apruebe la ley llamada PRO Act, que promueve la organización sindical y lleva el salario mínimo a 15 dólares la hora de los menos de 10 actuales. Al frente quedó la vicepresi-denta Kamala Harris.Biden sabe que no tiene que cometer el mismo error de Barack Obama cuando en 2009 trató de negociar con la oposición la ley de salud, que luego de dos años de concesiones, quedó en una hilacha. Quizás la crisis por la pandemia y los escombros del trumpismo sirvan para cambiar el rumbo.