El mundo los mira. Con una lógica abrumadora, de los casi 10 millones de contagiados,  sólo Estados Unidos y Brasil padecen casi una tercera parte; del medio millón de muertos por la pandemia, entre ambos enterraron 124 y 55 mil, respectivamente. Sus presidentes no sólo coinciden en el perfil ideológico y en la costumbre de salir con bravuconadas. No los une el amor sino el espanto. También ambos denostaron los peligros del Covid-19 y se lanzaron a las calles a desafiar al virus. Dijeron mil y una barbaridades. Ahora Jair Bolsonaro, después de haberlo negado efusivamente, afirmó que padeció la enfermedad y provocó: “Puedo hacerme una prueba para ver si tengo anticuerpos”. Las sospechas apuntan a que se habría infectado en un viaje que realizó en marzo a Mar-A-Lago Club de Palm Beach, donde se reunió, claro, con Donald Trump. Luego de esa visita, varios de sus acompañantes dieron positivo.

Nunca se sabe. Sí, que su país, como tantos otros, en el mes de mayo registró el número más alto de personas fallecidas de su historia, más de 123 mil (24 mil por coronavirus). Nadie quiere saber lo que se viene en este junio que se acaba. Mientras, por un lado, enmarcado en la denodada pelea de Bolsonaro con la Justicia de su país, tal vez como un significativo detalle, el juez federal Renato Borelli lo obligó formalmente a ponerse barbijo en espacios públicos o, de lo contrario, tendría que pagar una multa de unos 340 euros diarios.  Pero él volvió a negarse. Y por el otro lado, el obispo Mário Antônio da Silva, jerarca de la Iglesia católica, uno de sus sustentos, le mandó un mensaje claro: «No queremos una nación sin proyectos de vida y democracia, sin esperanza para la población».

Encima perdió la persistente apuesta (léase lobby) que encaró (también junto a Trump) por la utilización de la hidroxicloroquina. Hasta la OMS frenó taxativamente esa posibilidad, por los posibles efectos adversos en el sistema cardiológico. A la conclusión se arribó luego de los ensayos Solidarity y Recovery, llevados a cabo por la Universidad de Oxford. No es un dato menor.

Ahora, la historia del Covid-19 en Brasil transcurre por la vacuna inglesa. Justamente esa universidad británica la desarrolló y ahora se encuentra en proceso de testeo. Conocida como ChAdOx1 nCoV-19, requiere de voluntarios de entre 18 y 55 años. Y de ser probada en una región con alta densidad de casos, en un país que posea una capacidad científica e industrial acorde. En Inglaterra ya se realizaron los primeros 300 testeos y el proyecto se complementa con un examen intenso (unos 10 mil tests en total): tanto Brasil como  Sudáfrica, cada uno, aportaría dos mil voluntarios.

¿Por qué Brasil? Enseguida surgieron teorías conspirativas que pierden sustancia con el argumento de que sí, China, Rusia, o claro, Estados Unidos, tienen condiciones ideales e infraestructuras necesarias para realizar los testeos. Pero también lo tiene Brasil.

Aunque el diario Outras Palavras expone: “Brasil ofrece 2000 cuerpos vivos para la prueba de la vacuna, pero no garantiza el derecho a inmunizar a sus habitantes. El caso expone la privatización de la ciencia y el vasallaje a las políticas de salud pública”. Mientras el general Eduardo Pazuello, tercer ministro de Salud de la era pandemia, sacó chapa de que el gobierno establecerá un acuerdo con los británicos y la biofarmacéutica Astrazeneca para producir la vacuna en Brasil. “En América Latina, sólo Brasil tiene esta competencia, no podemos perder el tren, no podemos quedarnos fuera», declaró.

Pero en realidad, en la decisión intervino fuerte la Universidad Federal de San Pablo y ganó la partida. El gobernador de ese Estado, João Agripino da Costa Doria (PSB), está claramente enfrentado con Bolsonaro. Un centro de inmunología de la Unifesp coordinará los exámenes. Tendrán “prioridad” los trabajadores esenciales de la pandemia en el Hospital Sao Paulo-Unifesp. Y contará con el apoyo financiero de la Fundación Lemann, que perteneciente al multimillonario Jorge Paulo Lemann, el carioca que a sus 80 años acumula una fortuna calculada en $30 mil millones de dólares, la mayor del país: apoyó al actual presidente, pero dejó de hacerlo.

En el proyecto interviene activamente la empresa Weckx. Su propietaria es Lily Yin Weckx, médica, científica y profesora de la institución educativa paulista. Todo cierra. Además, las mismas fuentes científicas aseguran que no está sola. Y mencionan con insistencia a un personaje clave en esta negociación y en la decisión de la Universidad de Oxford, alguien con quien Weckx tiene muy buena llegada y hasta lazos comerciales: Sue Ann Costa Clemens.

Sue Ann es directora del Institute for Global Health, que depende de la Univesridad de Siena, donde también es profesora. Como lo es en su carácter de jefa del departamento clínico, en el Instituto Carlos Chagas, en Brasil. Desde hace 5 años se desempeña como consultora de la Fundación Bill y Melinda Gates.

Y además tiene estrechas vinculaciones con la industria farmacéutica, en particular con las firmas GSK, Merck, y Novartis. Todos los indicios apuntan a que es una prestigiosa especialista científica. Pero también una hábil lobbysta.

Este último dato representa mucho poder. Y, por supuesto, mucho dinero en juego. Un negocio fabuloso. No sólo en el segundo país infectado en el mundo, con una población de 220 millones de habitantes, sino también en un planeta de 6 mil millones de seres humanos