La sede de la Policía Federal de Curitiba fue escenario otra vez de manifestaciones. Pero a diferencia de las que se producían mientras Lula da Silva estuvo detenido, entre el 7 de abril de 2018 y el 8 de noviembre del 19, ahora hubo clima de tensión y conato de choques entre simpatizantes del juez que encarceló al expresidente, Sergio Moro, y del actual mandatario brasileño, Jair Bolsonaro. Como una parábola de los modos en que se maneja la política en el gigante sudamericano, Moro iba a declarar contra el hombre que ayudó a llevar al Palacio del Planalto. Pero fiel a su costumbre, llevaba documentación que podría conducir al juicio político al excapitán del ejército brasileño.

Todo indica que Moro utilizó en su pelea contra Bolsonaro un enorme carpetazo con 15 meses de mensajes por Whatsapp que probarían sus denuncias sobre interferencias presidenciales para designar a un hombre de su confianza en el comando de la PF, un órgano de investigación judicial del estilo del FBI estadounidense.

El entuerto entre Moro y Bolsonaro viene de hace un tiempo. El juez del operativo Lava Jato aceptó ser Ministro de Justicia, una designación que se mostró como pago de favores por haber perseguido a Lula y bloqueado su candidatura presidencial. El año pasado, la publicación en el portal The Intercept de mensajes entre Moro y el fiscal Deltan Dallagnol durante la investigación contra Lula probaron la manipulación de evidencias para sacar a Lula de carrera. El Lava Jato sirvió también para la destitución de Dilma Rousseff y la puesta em marcha de medidas neoliberales durante la gestión de Michel Temer.

Los hijos de Bolsonaro tienen varias cuentas con la justicia. En el caso de Flavio, por su cercanía con bandas paramilitares que, por un lado, le permitieron hacerse de una pequeña fortuna y por otro, lo complican con el asesinato de la concejal carioca Marielle Franco. En cuanto a Eduardo Bolsonaro, es responsable de una campaña de fake news contra miembros del Supremo Tribunal Federal (STF).

Bolsonaro padre venía pidiendo la cabeza del titular de la PF nombrado por Moro, Mauricio Valeixo. Sabía por el servicio de inteligencia, la ABIN, que le estaban respirando en la nuca a sus dos vástagos. Luego del despido de su ministro de Salud, Luiz Henrique Mandetta, el presidente -bastante golpeado por sus desaguisados en el combate contra el coronavirus- se sintió fuerte como para anunciar el despido de Valeixo.

Moro hizo causa común con su acólito y renunció en medio de denuncias cruzadas. Para el exjuez, no era admisible que el primer mandatario tuviera injerencia en investigaciones judiciales. Para el clan Bolsonaro, Moro buscaba una silla en el STF y como no se la garantizaban dio un portazo.

A todo esto, Moro fue convocado a declarar acerca de sus denuncias. Dijo que tenía todas las pruebas. En un póker entre tahúres, según la revista Época, el exministro acumuló las conversaciones a modo de protección. Sabía con quiénes trataba al aceptar gustosamente el cargo que le ofrecían. Él también había jugado esas cartas contra la dirigencia del PT y de sus aliados. Y, cada día resulta más claro, aspira a liderar el espacio de una derecha más prolija. No ligada a esos grupos fanatizados que evitó este sábado ingresando al edificio de Curitiba por la puerta trasera.

La disputa en Brasil muestra que, al tiempo que se expande el coronavirus -este sábado la cifra de muertos llegaba a 6.500, con unos 93.000 infectados- Bolsonaro está dando una pelea que no pinta demasiado favorable.

Durante la semana, tuvo que recular en la nominación del reemplazante de Valeixo en la PF. Quiso poner a Alexandre Ramagem, el titular amigo de la Abin, pero un juez del STF suspendió la designación ante una denuncia relacionada con la acusación de Moro.

Como desquite, nombró a un pastor evangélico al frente del Ministerio de Justicia, André Mendonça. Pero el ocupante del Palacio del Planalto sabe que las balas pican cerca. Y en una charla con periodistas a la salida de la residencia presidencial dijo que “nadie va a querer dar un golpe contra mí”.