Durante siete semanas, todos los centros educativos chilenos, de todos los niveles, en los 4300 kilómetros que van desde el austral Puerto Toro hasta la norteña Arica, estuvieron movilizados en reclamo de un paquete de demandas pendiente desde la última década del siglo pasado. Docentes y estudiantes debieron remar contra el gobierno, y sobre todo contra los grandes medios, para tratar de alcanzar sus fines y, a la vez, denunciar el concepto de que la educación es un bien de consumo. Esa idea heredada del más puro neoliberalismo de la dictadura cívico-militar dirigida por el general Augusto Pinochet (1973-1990) sigue arraigada en los factores dominantes de la vida del país. Y en gran parte también de la sociedad. «Es lo que le ha permitido a Chile llegar tan lejos como ningún otro Estado del mundo en materia de privatización de la educación».

En esos 49 días de huelga que comenzaron el 3 de junio, los docentes y los estudiantes trataron de transmitir ese categórico juicio enunciado por Lucy Mckernan, coordinadora del Servicio de Enlace de las Naciones Unidas con las organizaciones civiles abocadas a la defensa global de derechos económicos, sociales y culturales. El cerco mediático, entre otras cosas, lo impidió y llevó a que el movimiento fracasara. El 22 de julio todos volvieron a clases, con las manos tan vacías como al principio (ver recuadro).

Los reclamos eran variados y alcanzaban todos los estamentos. Iban desde una paga extra a docentes especializados en la atención de niños y adolescentes con capacidades especiales, hasta el pago de una deuda originada en 1981 y nunca atendida. Además, se exigía la creación de un protocolo sobre violencia de género y la entrega de recursos para recuperación edilicia. Se rechazaba la decisión ya impuesta de excluir de los planes de estudio del nivel medio las asignaturas de Historia, Educación Física y Artes, que el gobierno calificó como «algo irrevocable». En un primer plano estuvo el rechazo a un proyecto de ley que prevé la entrega de más recursos públicos a establecimientos privados. La lucha estuvo encabezada por el Colegio de Profesores y la asociación estudiantil del Instituto Nacional, un equivalente al argentino Colegio Nacional de Buenos Aires, un centro de excelencia fundado hace 206 años, en 1813, y del que egresaron 18 expresidentes y 35 grandes premios nacionales e internacionales en diversas disciplinas. Cuando los docentes levantaron la huelga sólo se había logrado el pago de un bono compensatorio a los educadores diferenciales y la promesa de abrir negociaciones sobre aquella deuda que crece, día tras día, desde 1981.

El Foro Chileno por el Derecho a la Educación señala que desde los orígenes de la dictadura se impuso la idea de que todo lo privado era lo mejor, y que enviar a un chico a una escuela pública era «caer» en un pozo, lo mismo que, 46 años después, dijera en la Argentina el presidente Mauricio Macri. Según el Foro, «el sistema educativo ha contribuido o profundizar las desigualdades sociales» y recuerda que «Chile ostenta el sistema de educación más privatizado y discriminador entre los 65 países que utilizan el cuestionado Programme for International Student Assessment (pruebas PISA), que mide los conocimientos de los estudiantes de los 36 países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) y 29 naciones adheridas.

Al profundizar en el carácter discriminador del modelo impuesto por la dictadura y defendido con uñas y dientes por todos los gobiernos civiles posteriores, incluyendo a la socialdemócrata Michelle Bachelet, el Foro señala que a la hora de elegir un colegio para sus hijos, y a fin de evitar esa «caída» tan temida en las escuelas públicas, el 87% de las familias sólo considera a «las escuelas frecuentadas por alumnos con características socioeconómicas similares». El foro sustenta lo dicho en un comparativo de las pruebas PISA sobre los conocimientos en Matemáticas: mientras los estudiantes de los colegios municipales tuvieron un promedio de 390 puntos, los de las subvencionadas alcanzaron 424 puntos y los de las privadas 503. El 70% de los estudiantes de escuelas municipales es de escasos recursos y el 75% de los de las escuelas privadas es de los hogares con mayores ingresos.

El sistema educativo chileno opera bajo una «situación muy estratificada –agrega el informe del Foro– donde no sólo los niños con antecedentes similares están juntos en escuelas similares, sino también que los mejores alumnos estudian juntos en escuelas similares, pagas, mientras que los que tienen el desempeño más bajo son derivados a las escuelas subvencionadas por el Estado, las más baratas o las gratuitas».

Nada hace prever que las cosas puedan cambiar en el futuro cercano. Primero, porque el gobierno le ha dado al fin de esta huelga un carácter épico, y no vacila en humillar a los perdedores. Segundo, porque no hay antecedentes que puedan apuntar a una revisión del modelo. Todas las reformas presentadas desde el año 2006 y hasta ahora no buscaron cambiar la privatización del sistema, señala el Foro. En un documento elaborado para su presentación ante las Naciones Unidas, la entidad es pesimista sobre el futuro, reclama la solidaridad internacional y advierte sobre las terribles consecuencias de la privatización y sobre las discriminaciones que sufren los jóvenes, que son distribuidos en distintos tipos de escuelas según su situación socioeconómica. Allí, y entre los propios, se forman los profesionales universitarios del modelo. El 70% estudia en instituciones privadas, uno de los porcentajes más altos de la región a pesar de ser el cuarto país con los aranceles más altos del mundo, señaló una compulsa de la consultora británica Expert Market. «

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(Foto: Twitter)


Aire para un gobierno débil

El gobierno venía cascoteado, con la imagen presidencial por el suelo, un segundo cambio forzado de Gabinete en apenas quince meses de vida y con las primeras señales de que se avecinaba una nueva etapa de la antigua disputa entre el ámbito educativo y el Estado. Y así fue. Junio amaneció con docentes y estudiantes movilizados. Todo indica que los sindicatos no consideraron, o lo menospreciaron, que se acercaban las vacaciones de invierno, dos semanas de inactividad en las que toda acción se haría invisible y la presión sobre el gobierno nula.

El extraño yerro de la dirigencia sindical dio sus frutos, y tras 49 días el vendaval pasó, todos volvieron a las aulas y el gobierno no pagó ningún alto precio. Es más, logró que tras la consulta que determinó el levantamiento de las medidas de protesta, parte de la dirigencia sindical admitiera que “salimos de la lucha en medio de un clima de hartazgo –de nuestros colegas y de las familias– que nos obliga a revisar la estrategia, porque no podemos seguir insistiendo con prolongar los enfrentamientos en el tiempo, está visto que eso no conduce a nada”.

Cauteloso en sus declaraciones públicas, el presidente del Colegio de Profesores, Mario Aguilar, ratificó que “ahora nos toca revisar las medidas que encararemos –acciones judiciales y administrativas– para reimpulsar la lucha y superar el agotamiento sufrido en estas siete semanas”. Para un gobierno débil, que en el momento de iniciado el conflicto apenas contaba con el 25% de imagen positiva, la retirada de los docentes y el reconocimiento de que habían hartado a sus pares y a la sociedad en su conjunto no es poca cosa.