Jesús Santrich, de secretariado de las FARC-EP y uno de los negociadores clave del Acuerdo de Paz firmado con el Estado colombiano en 2016, está preso desde el 9/4/2018: desde entonces se dedicó a buscar modos de reincorporación de las bases que antiguamente comandaba, a promover el arte y a escribir libros de política, historia y poesía, incluso para niños y niñas. Los motivos de su detención: la solicitud de extradición de una corte de Nueva York, por supuesto intento de narcotráfico. Las pruebas: si bien mediáticamente publicitadas como «contundentes», son en realidad dudosas y manipuladas.

Este 15 de mayo, tras muchas idas y vueltas, luego de que ni la Fiscalía General de la Nación ni el gobierno de EE UU tuvieron la voluntad de aportar las supuestas contundentes pruebas a la Jurisdicción Especial para la Paz-JEP 1, esta falló concediendo la garantía de no extradición y su libertad. Gran parte del argumento fueron las graves faltas al debido proceso, incluyendo la ausencia de asistencia judicial si era un caso de cooperación internacional judicial, con agentes encubiertos, nunca legales en Colombia, y operativos sin órdenes judiciales que incluso implican la violación a la privacidad de Santrich.

Durante meses se burló la institucionalidad de los más absurdos modos, se quiso desprestigiar al tribunal de paz con una actitud que prioriza el respeto a los mandatos de EE UU sobre la defensa de la soberanía, los gigantes esfuerzos de paz que se hacen en Colombia y la capacidad para solucionar nuestros propios problemas sin mandatos coloniales del norte.

Tras el fallo de la JEP, renunció el impopular fiscal Néstor Humberto Martínez, aprovechando la oportunidad de huir de sus propias investigaciones por estar involucrado en el caso Odebrecht, mientras salía posando de defensor de la democracia. El chiste se contaba solo. Pero sirvió para dramatizar una inexistente crisis de institucionalidad, seguir enlodando a la JEP, objetivo primo de la extrema derecha que gobierna y, claro, dilatar la liberación del exjefe guerrillero.

El pasado viernes 17 se pensó que Santrich había logrado la libertad, tras un hábeas corpus del Tribunal Superior de Cundinamarca, pero nunca estuvo libre. Sólo lo custodiaron de la cárcel La Picota en Bogotá a un nuevo lugar de detención, ahora con presuntos cargos ya en suelo colombiano, con supuestas pruebas que aparecieron en dos días.

Los momentos previos a esa falsa liberación fueron angustiantes: se creyó que se decretaría conmoción interior para poder extraditarlo vía administrativa, pasando por encima la separación de poderes y el respeto al tribunal de paz  (la JEP). Sin embargo, a Santrich lo doparon para trasladarlo al «búnker» de la Fiscalía, donde debió afrontar la legalización de su captura, la imputación de cargos y la decisión de medida de aseguramiento por este nuevo/viejo proceso. Al llegar, según sus abogados, fue puesto en el piso, sufrió torturas psicológicas al estar inconsciente y un exceso de fármacos ilegalmente administrados por personal no autorizado le causó un paro cardiorrespiratorio. Tuvo que ser trasladado a una clínica.

Puede que para muchos, incluso dentro de Colombia, no sea clara la importancia de esta detención que pone en real peligro el futuro del Proceso de Paz en Colombia. Parecería que a la exguerrilla se le piden todas las muestras de voluntad de paz, sin ningún compromiso por parte del Estado. Mientras las mujeres y los hombres que dejaron las armas se han volcado a construir sus espacios territoriales y a generar proyectos productivos, artísticos, ambientales, artesanales, deportivos e incluso empresariales, el Estado no ha respondido. El gobierno de Iván Duque redujo a su mínima expresión la presencia de la paz en su plan de gobierno, la desfinanció y no hay ningún tipo de acción ante los más de130 excombatientes asesinados.

El Estado fue indolente ante estas muertes, entre ellas, por su crudeza, la del comandante Wilson Saavedra, primer comandante asesinado; la de Dimar Torres, también torturado, y la del bebé Samuel David, de sólo siete meses, muerto en un atentado que le hicieron a sus padres excombatientes. A eso condenan a la otrora guerrilla y hoy partido, que le apostó a la paz. La antigua guerrilla está cumpliendo y sus bases miran el caso de Jesús como una muestra realmente brutal de la falta de garantías políticas y jurídicas. Para muchos es evidente que su voluntad de paz se paga con abandono, persecución, cárcel y muerte. Ante ello: ¿cómo decirles que confíen? «