En una jornada de henchido fervor patriótico, el Congreso norteamericano surgido de la elección de noviembre pasado abrió su primera sesión a toda máquina. Mientras el Comité de Relaciones Exteriores expulsaba de su seno a la diputada Ilhan Omar –refugiada somalí, negra y musulmana de hijab llevar, además de demócrata y mujer–, el pleno de la Cámara advertía que Estados Unidos vive bajo la amenaza del socialismo. A Omar la echaron por sus posiciones críticas sobre Israel, “lo que provoca preocupaciones de seguridad nacional”. Lo del peligro socialista sorprende por lo escueto de lo argüido para llegar a tal conclusión. De todas maneras, la sociedad norteamericana no se asustó por todos los cucos invocados, que van desde Lenin, hace más de un siglo, hasta Nicolás Maduro, en estos días.

La llamada Resolución Concurrente –un símil norteamericano de lo aquí llamado Proyecto de Resolución, de uso cuando algún diputado pide que se dé carácter de interés legislativo a la Fiesta de la Torta Frita, por ejemplo, o cualquier otra festividad de su pueblo– señala que “el Congreso denuncia al socialismo en todas sus formas y se opone a la implementación de políticas socialistas en los Estados Unidos de América”. El acuerdo -tomado sobre la base de un supuesto por ahora desconocido para el grueso de la población- fue votado por los 222 diputados republicanos y 109 demócratas, 331 de los 435 miembros de la Cámara, un número difícil de lograr en tiempos de grieta. Nancy Pelosi, la viajera que recalentó el tablero global cuando el año pasado hizo una provocativa visita a Taiwán, votó por Sí.

Para justificar por qué la Cámara votó su resolución de condena a “los horrores socialistas”, los diputados hicieron un brevísimo paneo con su escasa visión sobre el papel jugado por el socialismo mundial desde los tiempos de la Revolución Bolchevique. Entonces, denuncia como autores de los mayores crímenes de la historia a Vladimir Lenin, Joseph Stalin, Mao Zedong, Fidel Castro, Pol Pot, Kim Jong-il, Kim Jong-un, Daniel Ortega, Hugo Chávez y Nicolás Maduro.  Aseguran que “el socialismo ha provocado hambrunas repetidamente y ejecutado matanzas que provocaron más de 100 millones de muertes”. El texto destaca que Estados Unidos se fundó “sobre la santidad del individuo, a lo cual el sistema colectivista del socialismo en todas sus formas está fundamental y necesariamente opuesto”.

El Congreso, que en su Resolución hace un balance minucioso de las muertes adjudicadas al socialismo, desde la Unión Soviética hasta Venezuela, no cita sin embargo circunstancias internas  que podrían darle peso a su decir. Como las simpatías crecientes que despierta el senador Bernie Sanders, un jovial filo demócrata de 82 años de edad que suma adherentes pero que de ninguna manera implica un factor desestabilizante, o como el paulatino auge de las actividades sindicales. Además, podrían exhibir una encuesta de Gallup según la cual los jóvenes de entre 18 y 39 años perciben positivamente al socialismo, más que por actitud ideológica por el rechazo que provocan los conservadores que se oponen sistemáticamente a los programas de bienestar social, como el Medicare (seguro de salud).

El renacer sindical que prosigue lentamente pero igual preocupa a los empresarios, en especial los del sector servicios, comenzó en mayo de 2021, cuando miles de mineros del carbón del estado de Alabama, en el sudeste, iniciaron una huelga tras el fracaso de las negociaciones en las que los patrones pretendían abolir las indemnizaciones por despido, poner patas para arriba el régimen previsional de la minería y acabar con el aguinaldo y las licencias. Según la estatal Oficina de Estadísticas Laborales, desde entonces se registraron 12 paralizaciones de lo que definen como “huelgas mayores” –las que involucran a más de mil trabajadores–, pero el Centro de Investigaciones de la privada Cornell University de Nueva York registró paros “duraderos” en 178 empresas, contra menos de 50 en 2020. 

El Congreso aprobó su Resolución Concurrente el 25 de enero, pero el proyecto había sido presentado a la Mesa de Entradas, el 6 de enero, justo el día que se cumplía un año del asalto republicano ordenado por Donald Trump para intentar torcer el resultado de la elección presidencial que consagró a Joe Biden. ¿Casualidad o burdo simbolismo? Quizás sea lo segundo, porque esa fecha quedó grabada en la memoria de los norteamericanos. Y más aún en la de Jim Jordan, que encabezó la lista de los firmantes del proyecto y fue uno de los legisladores que más abiertamente apoyaron el intento golpista de Trump (la resolución completa puede verse en https://www.congress.gov/118/bills/ hconres9/BILLS-118hconres9ih.pdf)

Una versión de origen desconocido señala en estos días que en los salones del Capitolio se estaría gestando otra retrospectiva que incluiría, quizás, algunos detalles que escaparon a la sensibilidad de los congresistas de enero. Contemplaría un recuerdo para los millones de muertos del nazismo, justo ahora que resurge, y de todas las matanzas posteriores. Las de Corea, Vietnam, Irak, Siria, Afganistán, los Balcanes, Medio Oriente, Egipto y el resto de África, Indonesia, los gitanos de Francia, los migrantes ahogados en el Mediterráneo, los musulmanes de Gran Bretaña, los niños indígenas de Canadá, los negros de Georgia y del Bronx y, entre otros etcéteras, los latinoamericanos de Cuba, Panamá, Granada, República Dominicana. Ninguno, casualmente, víctima de las “atrocidades del socialismo”.

«Un riesgo extraordinario»

Lo dijo Donald Trump, el que asaltó el Congreso, y lo repitió Joe Biden, el que en una no menos valerosa acción bélica derribó un globo científico chino. Los norteamericanos lo sabían desde siempre, pero parece bueno repetirlo: Cuba y Venezuela son “un riesgo extraordinario para la seguridad de Estados Unidos”. Extraordinario, ni más ni menos, supera todos los riesgos de entrecasa, donde los dirigentes republicanos y demócratas trabajan para limitar el derecho al voto, donde el Estado puede matar a sus ciudadanos con una inyección, donde la esclavitud sigue vigente en medio país, donde la gente trata de entenderse a los balazos y aunque todavía no lo haya logrado sigue insistiendo.

El miércoles 8, en un discurso sobre el estado de la Unión, Biden se empecinó en repetir aquella celebridad que decía que estamos mal pero vamos bien, para asegurarles a los 535 legisladores que la democracia made in USA “está magullada, pero intacta”. Horas antes, el Archivo de la Violencia con Armas de Fuego había revelado que en enero se registraron 48 ataques al boleo, 12 por semana, entre ellos uno que mató a 10 miembros de la comunidad asiática que celebraban el Año Nuevo Lunar. El presidente no habló de eso, pero un vocero de Everytown, la ONG de Michael Bloomberg, dijo que la razón de las matanzas anida en la mismísima Constitución, que define la portación de armas como un derecho casi divino.

La Segunda Enmienda de la Constitución, aprobada en 1791 –hace 232 años–, protege la posesión y portación de armas de fuego, lo que hizo de EE UU uno de los países con menos limitaciones y regulaciones en la materia. Se trata de la esencia de lo que los norteamericanos llaman, orgullosamente, la Bill of Rights (Carta de Derechos), una singular declaración de principios que no les da el mismo tratamiento ni a la salud ni a la educación. En junio del año pasado la Corte Suprema perfeccionó el histórico “derecho” para establecer que cualquier civil es libre en su deseo de portar armas de fuego en público, y ostensiblemente, una vieja aspiración de la Asociación Nacional del Rifle.

Los norteamericanos todo lo contabilizan. En los últimos cinco años hubo 2.070 “disparos accidentales” de niños, lo que resultó en 765 muertes. Un estudio divulgado por JAMA Network Open –la revista de la Asociación Médica–  analizó las muertes por armas de fuego de las tres últimas décadas: fueron más de un millón. Pediatrics, el mensuario de la Academia de Pediatría, comentó otro dato ignorado por el discurso oficial: las lesiones por armas de fuego son la principal causa de muerte entre los menores de 24 años. En el país de la libertad faltaba un dato, sobrevive la esclavitud, teóricamente abolida en 1863, hace 160 años. En un referéndum celebrado junto con la elección legislativa de noviembre, el 61% de los habitantes de Luisiana se negó a su abolición.