Que Daniel Ortega no es amigo de Estados Unidos se sabe desde que en su juventud se unió a los grupos antisomocistas que se manifestaban en la Universidad Centroamericana, donde estudiaba derecho. Fue uno de los líderes del Frente Sandinista de Liberación Nacional que puso fin a la dictadura en 1979 y ejerció la primera magistratura en dos tramos: hasta 1990 y desde 2007 hasta ahora.

Que los sucesivos gobiernos estadounidenses lo tienen en la mira a él y a todo lo que huela a sandinismo se sabe desde antes de que los rebeldes tomaron el poder.

Las revueltas que se vienen registrando en estos días en Nicaragua y que causaron unos 28 muertos, para Ortega, tienen como fin desestabilizar a su gobierno y si prosperan, a derrocarlo con un “golpe suave”.

El presidente, reelecto con 2016 con más del 70 % de los votos y con su esposa Rosario Murillo como vice, ve en estas movidas la mano de los servicios de EEUU y de ONGs financiadas desde Washington.

Pero algunos de los ex aliados del FSLN, al igual que varios países, se sumaron para reclamar “democracia”. Lo dijo quien fuera su vice en los 80, el flamante premio Cervantes Sergio Ramirez, y la escritora Gioconda Belli.

El papa, incluso, pidió pacificar los ánimos para evitar más derramamientos de sangre, y desde Managua, Ortega aceptó el convite y desechó una reforma a la ley previsional que había desatado las protestas.

El 16 de abril pasado, el gobierno había aprobado una modificación a la ley que regula el Instituto Nicaragüense de Seguridad Social (INSS) que establecía nuevas tasas de aporte a las jubilaciones. En primer lugar, se planteó una suba en la tasa que aportan las empresas de un 3,5 puntos porcentuales hasta llegar al 22,5% en 2020. Paralelamente, los trabajadores pasaban a pagar del 6,25 al 7%.

Pero las protestas se montaron sobre un impuesto del 5% a las jubilaciones.

Los primeros en poner el grito en el cielo fueron los empresarios, pero no por lo que les tocaba en su propio bolsillo sino que alertaron de los retoques a los asalariados o los pensionados.

De inmediato las redes sociales se sumaron en cuotas de indignación crecientes.

El viernes hubo enfrentamientos violentos entre manifestantes y policías o grupos afines al gobierno que dejaron un saldo, según las autoridades, de 10 muertos, y según los opositores, de al menos 28, que es la cifra que establecieron los medios hegemónicos.

Hubo lo que en Venezuela se llama “guarimbas”, dicen en el oficialismo, y saqueos, atribuidos a grupos de encapuchados financiados desde el exterior. En ese marco, un grupo de personas tumbaron un monumento en honor del líder bolivariano Hugo Chávez.

Ante el cariz que iban tomando las cosas, el domingo Ortega anunció que quedaba descartada la reforma y llamaba a sectores de la oposición y a la iglesia católica a sumarse a una mesa de diálogo para resolver la cuestión.

Para Ortega, es indispensable meter mano en el sistema previsional porque está colapsado. Así lo había hecho saber el Fondo Monetario Internacional en 2017. Según el FMI, para el año que viene todo va a estallar a menos que el gobierno suba la edad jubilatoria o el tiempo necesario de trabajo para obtener un retiro. Ortega señaló que prefería una suba porcentual de aportes porque la consideró más equitativa.

Luego del triunfo arrollador en las últimas elecciones, Ortega viene padeciendo una merma en su poder, en gran medida como consecuencia de la situación económica internacional. Por un lado perdió velozmente apoyos políticos como los del kirchnerismo en Argentina, del PT en Brasil o de Rafael Correa en Ecuador.

Además, al tiempo que avanza la recesión de las mayores economías del mundo, tuvo un traspié con el proyecto para construir un canal interoceánico para buques de gran calado.

Pensado como una alternativa al de Panamá, es una vieja aspiración de los nicaragüenses, que a fines del siglo XIX ya habían tenido la posibilidad de convertirse en el paso obligado para los buques que comercian entre Europa y Asia. Pero así como entonces el proyecto panameño resultó ganador, esta vez la competencia era entre los capitales chinos que se presentaron para construir esa obra de ingeniería monumental y los que pretendían solucionar el asunto ampliando Panamá.

El gobierno chino terminó firmando un convenio con Panamá mientras que el empresario que prometía las millonarias inversiones –el costo se estimaba en 50 mil millones de dólares- Wang Jing, parece haber perdido todo en la bolsa de Shanghai. O al menos esa es la información que circuló en los medios.

El gobierno asegura que si bien hay demoras, el proyecto seguirá firme pero los plazos para el comienzo no están claros.

En estas circunstancias, los grupos más derechistas del congreso de Estados Unidos vienen saboreando la posibilidad de una venganza que se la tienen jurada a Ortega desde hace 38 años por lo menos.

En 1981, ante la escandalosa ofensiva del gobierno de Ronald Reagan para derrocar al sandinismo con el apoyo a fuerzas terroristas –financiadas en forma irregular por la CIA derivando fondos de la venta encubierta de armas y hasta de narcóticos, en lo que se llamó el «escándalo Irán Contras»- el FSLN denunció el caso en la Corte de La Haya.

El Tribunal internacional falló en 1986 en favor del país centroamericano y condenó a Estados Unidos a pagar una fuerte indemnización –se calcula que debían ser 17.000 millones de dólares- por los daños ocasionados al pueblo nicaragüense debido a la intromisión de ese país en los asuntos nacionales.

Ningún gobierno estadounidense reconoció el fallo y hasta desconocen la exisencia misma de la Corte Internacional de Justicia (CIJ).

En 1990 el sandinismo perdió el poder en elecciones libres y la nueva presidenta, Violeta Chamorro, desistió del reclamo, pero al volver al poder en 2007, Ortega volvió a la carga.

En 2016, desde el Congreso de Estados Unidos comenzaron a elaborar un plan para evitar la reelección de Ortega y dieron lugar a la iniciativa Nica Act. De la mano de Ileana Ros-Lehtinben, notoria líderesa de cuanta propuesta en contra de gobiernos populares surja en el Capitolio, la normativa (NICA es el acrónimo en inglés para Ley de Condicionamiento de la Inversión en Nicaragua) es la vieja receta de bloquear cuentas y dificultar transacciones a gobiernos no amigables con Washington.

De entrar en vigencia, el país quedaría virtualmente estrangulado ya que Estados Unidos es el destino principal de las exportaciones nicaragüenses y de los emigrados proviene el 6% del PBI mediante las remesas. El argumento de la represión de Ortega puede ser una excusa formidable para acelerar ese nuevo bloqueo a un país latinoamericano que no comulga con la Casa Blanca.