La imagen lo dice todo: la canciller alemana, Angela Merkel, rodeada por el resto de los mandatarios del G7, encara, mesa de por medio, al presidente de Estados Unidos, Donald Trump, quien sentado y de brazos cruzados manifiesta una clara hostilidad en su rostro.

Sucedió en la última reunión del club de los países más poderosos de la Tierra, llevada a cabo en Canadá los días 8 y 9 de junio. Fue una cumbre caliente por las quejas mutuas que se cruzaron los líderes mundiales en esos dos días, especialmente las que Merkel, el presidente francés, Francois Macron, y el anfitrión, Justin Trudeau, le manifestaron a Trump por su decisión de aplicar elevados aranceles al ingreso de productos industriales originados en la Unión Europea y Canadá.

En el otro extremo del mundo, el presidente de China, Xi Jinping, recibió en los mismos días a los jefes de Estado de Rusia, India, Irán y Pakistán, entre otros, en un nuevo encuentro de la Organización de Cooperación de Shanghai. Las antípodas no sólo fueron geográficas respecto de la reunión de Canadá; también se manifestaron en las ideas que fluyeron, acerca del multilateralismo y la cooperación, que son las que promueve China, y hasta en las fotos que reflejaron el encuentro.

El contraste sirve para identificar algunos de los problemas más serios que atraviesa la economía mundial, al cumplirse diez años de la caída del banco de inversión estadounidense Lehman Brothers, en septiembre próximo, hecho considerado como el inicio formal de la gran crisis económica global, aún inconclusa.

Un esquema que se repite

La principal manifestación de que se venía una crisis económica en 2008 fue la burbuja inmobiliaria. Al pincharse, se hundieron los negocios de todos los que estaban involucrados en ella, especialmente los principales bancos de EE UU y Europa. La solución a esta depresión fue una intervención, sin precedentes en la historia económica moderna, de los estados nacionales para rescatar a sus sistemas financieros, cuyos colapsos ponían en riesgo al conjunto de sus economías.

Los desequilibrios económicos actuales son consecuencia directa de esa intervención, que consistió en la inyección, por parte de los bancos centrales de EE UU, el Reino Unido, la Unión Europea, Japón y China, del equivalente a 6 billones de dólares (seis millones de millones) en estos años para evitar el colapso de los bancos y el comercio internacional.

Esta masa inimaginable de dinero no fue dirigida hacia la inversión productiva sino que en su enorme mayoría se volcó a la inversión financiera en alguna de sus múltiples formas: recompra de acciones propias por parte de las grandes corporaciones; préstamos para que adquirieran a otras igualmente grandes; inversiones en bonos de deuda de países periféricos; inversión especulativa en materias primas; inversión en acciones de mercados emergentes; inversión en futuros y coberturas; especulación en el mercado de monedas. Y, aunque parezca absurdo, inversión en viviendas y el sector inmobiliario, otra vez.

Esta inyección de capital ha permitido una bonanza sin igual en todos esos mercados. Es común escuchar que tales acciones o tal indicador financiero se encuentran en sus máximos históricos. Esto vale para la cotización de un sinnúmero de artículos. Y es reflejo de una febril actividad especulativa que no se condice con un crecimiento económico mustio, de no más del 3% promedio anual mundial.

El resultado es que ya no hay una sola burbuja, como la inmobiliaria de 2004-2006 en Estados Unidos, sino varias diseminadas por distintos lugares del mundo. En China existen al menos dos: una inmobiliaria y otra del mercado de acciones; en EE UU también hay una en el mercado de deuda corporativa y otra en el de acciones. Y así.

La expansión de estas burbujas crea una enorme volatilidad, a costa del desarrollo del aparato productivo. O dicho de otra manera, la escasa rentabilidad de las inversiones en la economía real lleva a que la aplicación de dinero se realice en el universo financiero. A su turno, la actividad económica alicaída le saca base a la rentabilidad ficticia.

Entre 2004 y 2006 se construyeron en EE UU más casas que las que necesitaba la población. La burbuja financiera creció alrededor de este boom inmobiliario y apeló a todo tipo de instrumento para alimentarse: hipotecas subprime, securitizaciones, paquetes de activos, calificaciones de riesgo, etc. Después de 2006, el valor de las propiedades comenzó a descender porque el mercado estaba saturado. Eso comenzó a afectar todos los negocios financieros y los primeros especuladores comenzaron a retirarse. Para atraer más capital (algo así como echar nafta al fuego), el gobierno comenzó un proceso de elevación de las tasas de interés. Ello hizo que el sobreendeudamiento de las familias se revelara como insostenible –en un cuadro de congelamiento de sus ingresos– y empezaron los defaults masivos.

Este es el esquema que se repite ahora: EE UU sube las tasas de interés para atraer más capitales con los cuales financiar su déficit fiscal y de cuenta corriente (igual que hace el gobierno argentino), con lo que suben los intereses de todas las deudas atadas a esas tasas. Las empresas sobreendeudadas se ajustan o cierran, cae la inversión y la economía se detiene.

No se trata del problema de una única gran empresa. Según un informe del diario británico Financial Times, casi el 40% de las grandes corporaciones del mundo podría ir a la quiebra si la suba de las tasas se sostiene en un ritmo “elevado”.

Guerra comercial y endeudamiento

Este escenario explica la exacerbación de la lucha cada vez más aguda por el control de los grandes mercados. Cuando Estados Unidos impone tarifas a la importación de productos de Europa o China, emplea un arma en forma de ultimátum a fin de lograr que parte de los mercados financieros y de bienes y servicios de esos países se abran a favor de sus contrapartes estadounidenses.

La guerra comercial impacta de lleno en una de las claves de la globalización: el comercio mundial de bienes. Tras una brutal caída entre 2008 y 2010, tuvo un salto espectacular entre 2011 y 2012 que llevó a algunos a decretar el fin de la crisis económica mundial. Sin embargo, su pobre desempeño desde entonces, de entre el 2 y el 3% de crecimiento anual, por debajo del incremento del Producto Bruto Interno (PBI) global, muestra que las políticas económicas de los países centrales apuntan a reforzar sus economías locales por medio de compromisos bilaterales con países específicos, es decir, proteccionismo.

La guerra comercial se muestra también en el intento de China de crear un ambiente de prosperidad al margen de los tumultos que aquejan hoy la relación del Estados Unidos de Trump con el mundo, como si ello fuera posible. Uno de los temas tratados en la reunión del Consejo de Cooperación de Shanghai fue el del estímulo al desarrollo de la Ruta de la Seda, la vía por la cual China quiere asegurarse una preeminencia en el comercio internacional de Asia Central y Mediterránea, e incrementar de ese modo su influencia en Europa.

El impacto de la guerra comercial es inmediato en otro aspecto clave: el de las deudas asumidas por gobiernos y empresas. Según un informe del FMI, presentado para la asamblea anual conjunta de abril con el Banco Mundial, llevada a cabo en Washington, el nivel de endeudamiento se encuentra en “niveles históricamente altos”. El cálculo de Oxfam, una ONG internacional de seguimiento de los flujos financieros, es que cada individuo del planeta debe unos 24.700 dólares, una cifra jamás alcanzada. De acuerdo con el estudio del FMI, la deuda global asciende a 164 billones de dólares (datos de 2016). Eso equivale al 225% del PBI mundial. El planeta está un 12% del PBI más endeudado que en el anterior máximo, en 2009. China es, con el 43% de incremento desde 2007, quien más empuja el carro del endeudamiento. Allí, la deuda privada sobre el PBI se ha duplicado desde 2008 y supera con creces la de los países desarrollados.

Este es el resultado de las políticas de inyección de dinero a tasas de cero por ciento, o incluso negativas, mencionadas más arriba. Pero si la economía real no reacciona, el pago de las deudas se hace insostenible, más aún con el incremento de las tasas de interés.

“Con el tiempo, la deuda deja de estimular la actividad. Cada vez se necesita más acumulación de préstamos para generar un punto porcentual de PBI adicional. El crecimiento impulsado por la deuda puede ser divertido al principio, pero simplemente trae al presente consumo futuro, que luego echaremos de menos”, señala el experto Alfredo Álvarez-Pickman, economista jefe de Key Capital Investment, de España.

La Argentina ha sido una muestra veloz de lo que implican la guerra comercial y las burbujas financieras y de deuda. En poco más de un quinquenio, pasó de los dólares de la soja a los de la deuda, para luego sufrir la retracción de los capitales especulativos. La recesión económica que se avecina podría ser el espejo en el que deban mirarse los demás países del mundo.