El pensador argentino de principios del siglo XX José Ingenieros definió al hombre mediocre en su famoso libro como el” incapaz de usar su imaginación para concebir ideales que le propongan un futuro por el cual luchar. Los mediocres no son genios, ni héroes, ni santos.”

En su bella Buenos Aires, Ingenieros no podía imaginar siquiera que su caracterización le caería como anillo al dedo a un habitante de Downing Street en Londres en el siglo XXI, Boris Jonhson, una de cuyas últimas acciones fue negar toda negociación argentino británica sobre las islas Malvinas, que sigue catalogada en la ONU como uno de los varios temas de la descolonización no resueltos en el siglo XX.

Los episodios que jalonaron su caída como primer ministro son tan mediocres como su propia naturaleza. El “walpapergate” por los los más de 200.000 dólares gastados en redecoraciones de Downing Street sin solicitar los permisos legales establecidos por la normatividad británica, que luego intentó pagar con dinero canalizado a través de su partido conservador. Y que ha sido objeto de una investigación por Scotland Yard.

Los “partigates”, en Downing Street, en los que participaba y disfrutaba danzando (como apareció en una foto tomada por algún paparazzi improvisado) violando sus propias disposiciones para sus conciudadanos por la emergencia Covid 19. Replicaba las actitudes superficiales que el imaginario colonial británico suele atribuir a mandatarios de sus excolonias.

Su complicidad por comisión u omisión con las acciones del diputado conservador Owen Paterson, que favoreció en millonarias negociaciones a empresas de las cuales era empleado como asesor. Paterson y Jonhson son un típico caso de puertas giratorias entre el interés público y las empresas privadas, calificadas claramente como actos de corrupción en la Convención Anticorrupción  aprobada por la ONU y signada por Gran Bretaña.

El encubrimiento de Chris Pincher acusado de acoso sexual por dos hombres que lo sufrieron en un Club Social de los “torys”. El primer ministro renunciado lo premió a Pincher nombrándolo jefe de disciplina en el partido conservador. Las críticas públicas de su asesor estrella en el tema Brexit, que lo encumbró en su carrera política Dowin Cummings, quien lo acusó de “genocidio pasivo”, por haber negado durante meses la gravedad de la crisis Covid 19 , hasta que el propio Boris fue afectado por la enfermedad.

La historia juzgará también  su ambición de asemejarse a Winston Churchill, con quien solo tenía en común asuntos de su procedencia biológica. Boris nació en Nueva York y Winston tenía madre norteamericana.

El primer ministro que condujo a Gran Bretaña a la victoria aliada sobre la Alemania Nazi fue, entre otras muchas grandezas, autor de libros de historia y política, entre ellos un clásico sobre la segunda guerra mundial que le valió el premio nobel de literatura por la calidad de su prosa y su “bella exaltación de la grandeza humana”.

Y Boris solo se ilusionó con algo grande viajando a Ucrania, cumpliendo las instrucciones de Estados Unidos, para ofrecer y otorgar su apoyo a Volodímir Zelenski contra el operativo militar especial victorioso de Rusia.

En lugar de semejarse al gran Winston, Boris  se parece al personaje de Roberto Benigni en la hermosa película «La vida es bella”. Fellini dijo al respecto que Benigni  habla tan seriamente de la muerte como solo lo puede hacer un payaso. Y Fellini murió cuando Boris aún no payaseaba en la política internacional.

La vida de Boris como líder ha sido una tragicomedia. La tragicomedia de un mediocre encumbrado por corto tiempo al poder de Gran Bretaña. Como dice un antiguos refrán mexicano: “No hay nada tan peligroso como un pendejo con iniciativa”