Sorprende la devoción con la que algunos argentinos despidieron a la Reina Isabel II, con mensajes de pésame y de apoyo a la familia real británica, con el agravante que parecen ser sinceros. A veces redactados en inglés, siempre están con los correspondientes hashtags y arrobamientos, no vaya a ser que la casa de Windsor olvide a estos súbditos voluntarios. 

Más allá de la correspondiente pronunciamiento protocolar, vemos un comportamiento de «lumpen-burguesía», apta para la solidaridad con una potencia extranjera, que por demás ocupa una parte de nuestro territorio nacional en cuya defensa murieron argentinos y nos somete al bloqueo de material bélico.

En realidad, este ejercicio de adhesión marca un posicionamiento interno. Si evocamos «Cosas mías«, de Miguel Abuelo, podríamos decir que desean lo que imaginan. Una sociedad como la del Reino Unido, arrasada por décadas de neoliberalismo, sin poder sindical, con pauperización de la clase media, privatizaciones, flexibilidad laboral, concentración del ingreso y financiarización a ultranza, pero con la figura de la monarquía que cohesiona, asegura y reproduce los sistemas de dominación.

Hasta naturalizan el culto a la personalidad, como en este caso de Isabel II, aunque no dejan de criticar si eso sucede en otros regímenes o diferentes épocas. Como señalamos en estas páginas, los ingleses incluso llegaron a adorar un holograma en un desfile. Algunos argentinos también, a su manera. 

En efecto, en determinados sectores de nuestra sociedad, a menudo pudientes, pareciera que el imaginario evocado por el fallecimiento de la monarca británica expresa la frustración de no ser ingleses. Las condolencias no son para Isabel, sino para ellos mismos. ¿Por qué no ser ingleses? Es culpa del populismo que nos impidió ser Australia o Canadá, en 1806 y 1807. Ah. ¿Y si nos tocaba ser Zimbabwe? O mejor Sudáfrica, donde clase y raza permitieron el ejercicio pleno de la segregación. Esa proyección de deseos representa una anti-utopía, que sólo puede ser impuesta mediante la violencia simbólica y real. Ese imaginario no es un discurso de odio, como escuchamos tanto hablar estos días, desde que hace una semana casi entramos en guerra civil, sino un discurso de clase.

Volvamos a Albión. El nuevo rey asume el cargo en un momento donde parece que los problemas existentes superan las capacidades de entendimiento de la dirigencia política británica, y por lo tanto la posibilidad de resolverlos. La primera ministra Truss promete continuar la guerra contra Rusia y sostener sanciones económicas que penalizan a la población. La escasez energética provoca un aumento generalizado de precios que mandará a la pobreza a millones de británicos. Truss desea bajar impuestos, y al mismo tiempo subvencionar el acceso a la energía, sin imponer a las grandes empresas. Los pobres pagarán por los pobres. ¿Funcionará?

El vecindario no presenta un mejor aspecto. Los festejos populares por el óbito real en Irlanda –en las canchas, en las calles– sugieren una instancia de unificación de esa isla, que sufrió durante ocho siglos la ocupación inglesa. Un posible referéndum sobre la independencia de Escocia no debería dejar duda. El Brexit tampoco deja mucho margen de maniobra en el continente. Queda la OTAN. ¿Será suficiente?

Tal como van las cosas, más que Charles the third, le deseamos al pueblo británico que sea Charles the last. Ese día también habrá algunos pocos argentinos que lleven crespón negro. Poor lads.     «