Los 5000 metros sobre el nivel del mar se hacen sentir ni bien bajamos del avión en el aeropuerto de El Alto, Bolivia. Marco Enriquez está apurado: mientras lucha por un lugar en la segunda vuelta de la campaña presidencial, cada minuto cuenta. Tiene unas pocas horas para ver al presidente Evo Morales, a quien conoce de encuentros anteriores, y volver a Chile. Es la tercera vez que Marco se presenta como candidato a las elecciones presidenciales y su condición de hijo del mítico líder del MIR caído en combate, Miguel Enriquez, lo ha posicionado en un lugar especial dentro de los círculos de la izquierda latinoamericana. Faltan tres meses para que Marco pierda esas elecciones, que llevarían al poder a un millonario más: Sebastián Piñera. Y un año para que el fascismo tome el poder en Brasil por medio de elecciones. La ola conservadora en el continente, con el triunfo del millonario Mauricio Macri, la caída de Dilma y la elección de un tercer millonario en EE UU, Donald Trump, estaba en vías de consolidarse. Pero en ruta a la casa presidencial de La Paz, aún teníamos la esperanza de que la clase trabajadora reaccionaría de manera organizada contra los nuevos dueños del poder. Pero la evidencia jugaba en contra. Evo venía de fracasar en un intento por imponer su candidatura para lograr una nueva reelección. 

Nuestra misión era filmar una entrevista entre Evo y Marco, la primera de cinco pactadas con presidentes de izquierda de América del Sur para un documental que estábamos realizando. Nuestra pregunta matriz: ¿es posible analizar el retroceso del progresismo desde la autocrítica de quienes habían estado en el poder durante más de una década? Algunos compañeros desaconsejaban este ejercicio en medio de la asonada de la derecha, repitiendo el mantra de que estas cuestiones sólo debían ser discutidas «puertas adentro» para no hacerle el juego «al enemigo». Pero decidimos hacerlas de todas maneras, con la idea de que era justamente la falta de ese ejercicio una de las causas de la ola fascista.

Pero en las calles de Caracas, Santiago o Río de Janeiro, la cuestión parecía ya estar zanjada. Las clases medias y una gran parte de la clase trabajadora beneficiada por los gobiernos de izquierda   había declarado culpables a esos mismos gobiernos de no estar a la altura de sus nuevas expectativas, y en palabras de varios que entrevistamos al azar, «de fomentar la corrupción y la vagancia» a través de programas sociales que, para ellos, sólo buscaban afianzar el clientelismo político que los entronizara en el poder, a costa de los trabajadores «decentes» (como ellos) que pagaban sus impuestos. La corrupción parecía sólo pertenecerles a la izquierda y el progresismo. Era esa la matriz de opinión consolidada a través de la propaganda de los medios masivos de comunicación para favorecer a los intereses corporativos que les dan razón de ser.  Comprobamos que cumplían esa función en cada país que visitamos durante esos meses. Bolivia no era una excepción. El pueblo le había dicho un rotundo no a la pretensión reeleccionista de Evo, pero el insistía. ¿Por qué entonces no nombrar un sucesor y asegurar la continuidad del proceso de cambio sin él? ¿No era acaso imperativo en uno de los únicos países de la región donde la izquierda seguía en el poder?

Tras esperarlo media hora en una amplia sala, Evo Morales entró con su tradicional premura y raudamente saludó a todos. Marco, un poco en broma, le regaló una camiseta de la selección chilena. Evo parecía desconcertado: «¡Pero no tiene número!», le dijo a Marco, que aprovechó el comentario para echar a rodar el balón: «Eso le iba a preguntar, presidente. ¿En qué posición juega usted? ¿Adelante… atrás?». «¿Yo?», sonrió Evo, «Yo, adelante. ¡Delantero!», dijo mientras una asistente retiraba la camiseta discretamente. «Antes yo no pensaba que un proyecto social, político, de liberación (pudiese) girar en torno a una sola persona», dijo. «Pero ahora me doy cuenta de la importancia del liderazgo». Tras lo cual Evo nos sorprendió autocalificándose como el mejor líder posible por «principios y valores», y agregando, para probar cuánto había mejorado el país durante su mandato: «Antes la lucha era por cambios estructurales. Ahora, si algunos sectores se movilizan es por ciertas reivindicaciones. Y muchas veces se equivocan y sus reivindicaciones son hasta indeseables». Cuando salimos de la entrevista, Marco y yo pasamos un largo rato debatiendo sobre la necesidad que tienen los movimientos populares de un líder y la aparente incapacidad de la izquierda para generar una herencia institucional sólida que trascienda al mandatario de turno. Marco identificó la figura del líder benévolo como muy propia de la cultura quechua y concluyó que aunque pareciese una suerte de regresión, efectivamente la idea de Evo ameritaba ser confrontada con los demás presidentes.

El día siguiente a la entrevista, una manifestación de pobladores de Achacachi, la combativa región al noroeste de La Paz, tomó la plaza San Francisco, en el centro de la capital. Se manifestaban allí para denunciar a un funcionario del MAS, el partido de Evo, por corrupción. Y señalaban al presidente como máximo responsable.  No eran miembros de la clase media, sino campesinos que habían bajado desde sus humildes casas en la montaña. A 12 años de la asunción de Evo, todos los organismos internacionales alababan los resultados de sus políticas económicas, obtenidos tras llevar a cabo una nacionalización parcial de los hidrocarburos, en un esquema que el mismo Evo admitió ante Marco que era parte de un programa de «capitalismo de Estado» –y no la revolución socialista del Che Guevara de la que hablara a su pueblo hacía más de una década–.

La cuestión de la importancia del líder y la falta de institucionalidad fue la clave de nuestra siguiente entrevista. En su exilio en Bruselas, a meses de traspasar el poder a su sucesor Lenín Moreno, Rafael Correa aún estaba digiriendo la «grave traición» cometida por Lenín Moreno, su sucesor designado, cuando lo encontramos en una «creperie». Parecía realmente contrariado. «Me equivoqué», confesó cuando hablamos del tema. «Henry Miller decía que la cuestión de la sucesión en Europa era aburrida», comentó Marco, «y que en América Latina era de vida o muerte. ¡Sigue siendo así!». Rafael parecía estar de acuerdo: «Estados Unidos funciona hasta con un Bush, ¡hasta con un Trump! Porque son países institucionalizados. Mientras más institucionalidad, menos necesidad de líderes. Mientras menos institucionalidad, ¡los líderes son más importantes!».

Si las cifras de las personas salidas de la pobreza gracias a las políticas de los gobiernos de izquierda eran de 1,4 millones en Ecuador y de 2 millones en Bolivia, en Brasil, donde eran eran 30 millones, veíamos la verdadera dimensión de esta promoción social a nivel continental. Y aun así, el impeachment de la presidenta Dilma Rousseff, lo que ella misma califica de un «verdadero golpe de Estado», se dio de manera fulminante, en apenas unos meses. ¿Cómo era posible? En la favela de Jacarezinho, una de las mas violentas de Río, un viejo dirigente de izquierda, Lumba, nos dio una respuesta posible. «El error de la izquierda fue pactar con la derecha y esperar que caigan las migajas de la mesa de los ricos», nos dijo. Para Lumba, «hay que romper con la derecha, ellos para allá y nosotros para acá!». Pero para Marco, que cree en la democracia representativa como forma de acceder al poder y no en la lucha armada, ese rompimiento sólo lleva a la violencia. El corazón de la democracia, para él, es justamente pactar «para evitar balaceras como esta» decía, mientras señalaba los agujeros de bala en las puertas y las paredes de las casas de Jacarezinho. Uno de sus habitantes, una señora de mediana edad, salía en ese momento con su pequeño hijo. «Los políticos son todos una porquería», dijo, «sólo podemos creer en Dios». En la esquina, un pastor evangélico, ex-dealer de cocaína, invitaba a los jóvenes a reinventarse en la fe en Dios y «volver a nacer». Cuando Jair Bolsonaro hizo eso, en Jazarezinho lo comenzaron a llamar «el Mesías», y volvió a nacer el fascismo.

Teníamos cita con Dilma en Río y tardamos en llegar al lugar porque una huelga del transporte de camioneros, en protesta por el aumento de la nafta en un 57% tras la dolarización del petróleo brasileño, había paralizado al país. La expresidenta, muy simpática, firme en el tono sin dejar de ser cálida, comenzó por enfatizar que quienes se beneficiaron del golpe fueron «las élites económicas brasileñas» que «con el apoyo de la CIA», propiciaron el golpe institucional que la sacó de la presidencia «para volver a entregar el mercado del petróleo nacional a compañías norteamericana»” que, afirmó, «pasaron de tener el 30% del mercado a tener casi el 80%». Pero a los brasileños de clase media que circulaban por Copacabana, cerca de donde entrevistamos a Dilma, eso les parecía perfecto y sólo alcanzaban a decir que odian al Partido de los Trabajadores. Y muchos afirmaban desear la vuelta de los militares al poder y su intención de votar por el excoronel Jair Bolsonaro. Era justamente el hecho de que 30 millones de brasileños salieran de la pobreza en los últimos 15 años, o que los gobiernos de PT hicieran de Brasil la sexta potencia económica del mundo, lo que motivaba su voto a la ultraderecha. «Toda la política es corrupta y el único que puede acabar con la política es Jair Bolsonaro», dijo el taxista que nos llevó al aeropuerto.

El mensaje estaba claro. 

Fuimos replanteando la idea matriz del documental mientras viajábamos de una entrevista a otra. En Santiago de Chile, en una villa miseria a punto de ser relocalizada, nos encontramos con los chilenos pobres que no logran acceder a la supuestamente pujante economía de libre mercado chilena, el modelo de éxito en la nueva América Latina de la derecha. Modelo que era alabado hasta por los jóvenes educados por el socialismo en las calles de Centro-Habana, como, para desazón de Marco, pudimos comprobar cuando fuimos a Cuba. Pobres alienados desde Cuba hasta Chile, donde los gobiernos supuestamente «socialistas» los habían reprimido igual que la derecha. Además, ahora estaban ofendidos por la ayuda a los nuevos inmigrantes haitianos y venezolanos a establecerse en Chile «mientras para nosotros, los chilenos pobres, no hay nada», nos dijo una señora que vivía en una casilla junto a una ruta en las afueras de Santiago. «¡Pero para los extranjeros siempre hay!», se quejaba. «Señora», le dijo Marco, «no se olvide de que muchos chilenos son inmigrantes en otros países, como lo fui yo, que tuve que exiliarme en Francia. No se olvide de eso». La vecina de la villa contestó diciendo que lo único que había hecho el Estado por ellos era enviar a la policía a reprimirlos. En la villa ya no creían en el socialismo chileno –y el discurso xenófobo estaba en alza–.

Pepe Mujica, el mítico exguerrillero y expresidente del Uruguay, hoy convertido «en el Paulo Coelho de la de izquierda» y «el presidente más pobre del mundo» según los medios masivos de todo el mundo, trató de aportar un poco de esperanza ante tanta desolación. Su autocrítica era que el problema de la izquierda había sido alienar a las clases medias «y entregar(las) a la derecha». «Promovimos mejoras sociales pero si no cambias la cultura de la gente, no cambia nada», dijo. «Promovimos a millones de personas a la clase media pero como consumidores, no como ciudadanos», agregó, «y no es lo mismo. Ahora esas masas quieren consumir sin parar». A nuestro planteo sobre el problema de la sucesión, Mujica opinó que «en la historia de la humanidad, siempre ha habido fuerzas revolucionarias y fuerzas conservadoras. Y para mí la historia no va en ascenso, sino que la veo (…) en forma pendular. En términos constantes sí logramos un avance civilizatorio, pero con caídas permanentemente y recuperación. La lucha de clases también existe, ¡que joder!», se anima a decir. «Pero no creo en el triunfalismo cuando tocamos el cielo. Ni creo en el derrotismo cuando las cosas van mal. Hay que saber que la lucha es constante y permanente. Y que triunfar en la vida no es meramente lograr un objetivo. Triunfar en la vida es volver a levantarse y volver a empezar cada vez que uno cae». Pepe realizaba una de las pocas auto-criticas útiles que logramos extraer de un expresidente.

Terminamos el viaje en Caracas, donde las milicias civiles se entrenaban en la guerra de guerrillas para enfrentar una posible intervención norteamericana, tras las repetidas amenazas del gobierno de Donald Trump, con apoyo del gobierno de Colombia, en la que EE UU tiene siete bases militares. Con Brasil gobernado por un fascista la amenaza no hace sino crecer y el ánimo no es de autocrítica. «La prioridad es defender la revolución», nos dice un miliciano, quien me recuerda la última frase de Maduro en su entrevista con Marco: «Cuando tú ves el conflicto que se desarrolla aquí, si nosotros nos rindiéramos, si nosotros cediéramos, si nosotros hubiéramos sido débiles, o comprables o halagables, o si nos hubiéramos querido portar bien como se porta la ‘izquierda’ cobarde del continente, seguramente ya los gringos se hubieran apoderado de nuestras riquezas de nuestro país. No, ¡en Venezuela eso no va a suceder! Lo tenemos jurado. En Venezuela va a haber victoria y la revolución bolivariana continuará viva, aguantando todo lo que haya que aguantar!». «