La consigna “No puedo respirar” se convirtió en un grito de lucha y resistencia para millones de manifestantes de todo el mundo contra el racismo y la brutalidad policial. Este sábado hubo marchas multitudinarias en varios países, a pesar de la pandemia, desde Londres y París, a Sídney y Montreal. Pero donde se orientaron todas las miradas fue hacia las concentraciones que se realizaron en las principales ciudades de Estados Unidos, allí crece la protesta por el asesinato de George Floyd, asfixiado a la vista del público por Derek Chauvin, un oficial de la policía de Minneapolis, el 25 de mayo pasado.

Ayer se realizó en Raeford, Carolina del Norte, la ciudad natal de Floyd, su segundo funeral. El hombre de 46 años había ido detenido tras la acusación de haber intentado pagar una compra en un supermercado con un billete de 20 dólares presuntamente falso.

El crimen despertó una ola de indignación en todo el país, que literalmente quedó en llamas, como un tardío recuerdo de aquellos levantamientos de 1964 en el pueblo de Jessup tras el asesinato de tres activistas por los derechos civiles, reflejado en la película Mississippi en llamas, dirigida por Alan Parker en 1988.

Para combatir el fuego, expresado en actos violentos, saqueos e incendios durante las manifestaciones, al presidente Donald Trump no se le ocurrió mejor idea que responder con más fuego. Y a los primeros desafíos en las redes sociales a los manifestantes, agregó luego la amenaza de usar toda la fuerza estatal para reprimirlos, a través de la Guardia Nacional, una especie de Gendarmería de EE UU. Lo pudo hacer en Washington DC por el estatus particular de la ciudad capital del país, donde pudo inundar lo que se denominó el “espacio de batalla” con vehículos motorizados del Ejército.

También acusó de terrorista al grupo Antifa (Acción Antifacista), a los que calificó como grupo anarquista de izquierda radical, como una banda que alienta los saqueos o destrozos producidos en algunas de las marchas. Todo esto sin mostrar ninguna prueba de sus aseveraciones.

Esa provocación incentivó aún más la presencia de manifestantes en cada una de las marchas a lo largo del país. Se movilizan con el reclamo de poner fin a las desigualdades y la violencia institucional, y tienen cada vez más claro el objetivo, explícito por los organizadores, de impedir que grupos ultras puedan copar las protestas.

En vísperas de elecciones presidenciales, Trump se enfrenta con un panorama incierto sobre su aspiración a otro período en la Casa Blanca. A su desastrosa gestión de la pandemia, que puso al país al tope de contagios y muertos, se suma la caída en la actividad económica y la pérdida de millones de puestos de trabajo.  Si la excusa para no aceptar una cuarentena estricta era mantener la producción y el empleo a pesar de la pérdida de vidas humanas, Trump fracasó en todo. Las últimas encuestas ubican primero en la carrera presidencial a Joe Biden, el candidato de los demócratas.

Para colmo, el inquilino de la Casa Blanca se topó estos días con un inesperado rechazo. Fiel a su estrategia de tensar la cuerda al máximo y luego ver cómo sigue la historia, amenazó con sacar al Ejército a las calles de todo el país para controlar los desmanes. Dijo que para lograrlo iba a recurrir a la Ley de Insurrección, de 1807.

No contaba seguramente con que el Pentágono no estaba dispuesto a sostener esa bravuconada. Y si bien nadie en actividad se pronunció abiertamente, por eso de cuidar las asentaderas, dos expresidentes del Estado Mayor Conjunto -en la práctica el cargo representa el máximo comandante de las Fuerzas Armadas de EE UU luego del presidente de la Nación- salieron a cuestionar sin cortapisas el liderazgo del presidente Trump.

El general Mike Mullen, el comandante de las tropas entre 2007 y 2011, esto es, un tramo de George W. Bush y uno de Barack Obama, dijo en una columna para la revista The Atlantic que «Estados Unidos tiene una larga y, para ser justos, a veces problemática historia de usar las fuerzas armadas para hacer cumplir las leyes nacionales” y agregó que el mandatario  “puso al descubierto su desdén por los derechos de protesta pacífica (con lo cual) ayudó a los líderes de otros países que se sienten cómodos con nuestra lucha interna y se arriesgó a politizar aún más hombres y mujeres de nuestras fuerzas armadas».

En un tuit, su sucesor, el general Martin Dempsey, fue también contundente. “Los militares estadounidenses, nuestros hijos e hijas, se pondrán en riesgo para proteger a sus conciudadanos. Su trabajo es inimaginablemente duro en el extranjero; más duro en casa. Respétalos, porque ellos te respetan. Estados Unidos no es un campo de batalla. Nuestros conciudadanos no son el enemigo”.

Como la espuma crecía en el Pentágono, el secretario de Defensa, Mark Esper, debió fijar posición. Militar en su origen, devenido en lobista de la industria bélica, declaró: «La opción de las fuerzas de servicio activo en una función de aplicación de la Ley sólo debe usarse como un último recurso, y solo en las situaciones más urgentes y graves. No estamos en una de esas situaciones ahora. No apoyo invocar la Ley de Insurrección».

 A esta rebelión su sumaron empleados de la Agencia de Inteligencia del Pentágono (DIA por sus siglas en inglés) preocupados por la posibilidad de tener que vigilar a los manifestantes. La información se filtró luego de un cónclave por videoconferencia coordinada por el director de la DIA, el teniente general Robert Ashley. A la pregunta de si es verdad que en la Agencia se estaba preparando un equipo de trabajo sobre las protestas a raíz del asesinato de Floyd, Ahsley respondió: “Nuestra misión principal es la inteligencia en el exterior”.

Pero esta rebelión no debería interpretarse como un giro de los militares hacia posiciones más pacifistas o democratizantes. Uno de los que castigó a Trump estos días fue el general James Mattis: “Sabemos que somos mejores que el abuso de la autoridad ejecutiva que presenciamos en la plaza Lafayette (donde la policía reprimió bárbaramente el lunes). Tenemos que rechazar y hacer que rindan cuentas aquellos que están en el poder y que quieren reírse de nuestra Constitución”, señaló.

Mattis fue secretario de Defensa de Trump y renunció en enero de 2019 en disconformidad con el anuncio de Trump de retirar tropas de Siria.