Vi en televisión varias veces una imagen de cuatro manifestantes tirando abajo un semáforo, pisándolo, y saltándole arriba en el piso. Lo pasaron tantas veces que me terminó quedando la sensación de que no quedaban semáforos en todo Brasil”. La frase es del italo-suizo Walter De Gregorio, director de prensa de la FIFA en aquel convulsionado junio de 2013, en medio de la Copa de las Confederaciones de Brasil, cuando se desataron multitudinarias manifestaciones que parecían ir en contra del gobierno de Dilma Rousseff pero que en realidad le apuntaban al sistema.

En junio de 2013 el Brasil de la Copa de las Confederaciones nos dejó esa foto. La de un país en ebullición, con el fútbol como caja de resonancia, a un año del Mundial, justamente en la tierra de la pelota, y evidentemente fogoneado por los medios.

Todo había empezado con un reclamo por el aumento de 20 centavos de real en el precio del boleto del colectivo. Y las derivaciones fueron impensadas. Al menos para algunos. Manifestaciones multitudinarias en centros urbanos de todo el país, con epicentro en Río de Janeiro.

Aquello fue un “polvorín sin fin” en Brasil, con una cadena de protestas sociales que se iniciaron, efectivamente, por el precio del boleto del transporte público pero que también pasaron, fundamentalmente, por las comparaciones de las demandas sociales con los altos costos de “las tres Copas” (Confederaciones, Mundial y Juegos  Olímpicos) y terminaron en más reclamos de bienestar, por un mejor transporte, una mejor salud y una mejor educación.

Esa foto de un país en estado deliberativo se pudo ver en alto contraste. El Brasil siempre ampuloso y opulento, el que se le anima a todo, es también el que, a mayor crecimiento, provoca mayor visibilidad de los problemas irresueltos y la desigualdad.

El fútbol es el escenario que transparenta esos contrastes. O se lo usa para ello. En un país en el que Lula y Dilma sacaron a 40 millones de personas de la pobreza, pero donde aún la desigualdad es muy grande y los nuevos “clase media” reclamaban que el crecimiento derramara en más “estado de Bienestar” y que se gastara más en ello que en los estadios y los mega acontecimientos deportivos.

Pero seis años después, ya para “la cuarta Copa”, esta Copa América, se ve con mucha mejor perspectiva cómo aquello tuvo la influencia determinante de algunos de los medios más poderosos justamente para lo contrario, para quebrar definitivamente ese proyecto inclusivo e instaurar otro modelo con el inicio de las protestas sociales en cadena y luego con un entramado político judicial mediático que cortó abruptamente el segundo mandato de Dilma y que luego derivó en la proscripción-detención de Lula. 

El declive político y económico se había iniciado en aquella “primera Copa”. Y con aquellas protestas con ciertas influencias mediáticas. Incluso el ajuste ya se le había forzado a Dilma tiempo antes. Pero de aquel eventual mayor bienestar que se reclamaba en 2013, se pasó a una pérdida de derechos, empleo y poder adquisitivo sustancial en toda la población. Un retroceso demasiado peligroso en lo político.

Quizá el proceso de “bolsonarisación” se inició en aquellas marchas y, específicamente, en la tarde del 26 de junio de 2013, cuando Dilma tuvo que recurrir al ejército y mandar nada menos que 5000 efectivos a Belo Horizonte para que se pudiera jugar el partido entre Brasil y Uruguay por esa Copa de las Confederaciones, cuando recrudecían las protestas. El Ministerio Público del Estado de Minas Gerais recomendó suspender ese encuentro y a su vez la FIFA amenazó con llevarse el Mundial si esto sucedía. Dilma tuvo que mandar a militarizar la ciudad. Fue todo un anticipo de lo que hoy sucede en las calles de Brasil. Donde las fuerzas de seguridad se exceden ya desde los controles de migraciones al llegar al aeropuerto, con muy malos tratos.

Aquella multiplicación mediática en la “primera Copa” derivó en este Brasil que, cuando debió resistir una verdadera caída en su calidad democrática, fue tan sumiso como lo fue históricamente antes de esas manifestaciones de 2013.

Hoy Lula está preso, gobierna Bolsonaro, “la cuarta Copa” se hace tan austera que da pena y el taxista se queja de la falta de trabajo y de que no hay dinero, pero dice que la culpa es que “el Congreso corrupto” no le deja hacer las reformas necesarias a Bolsonaro.

Como decía aquel directivo de la FIFA, los medios querían mostrar que ya no quedaban semáforos en la Avenida Brasil. Quizá para que no quedaran alertas de lo que estaba por venir. «