En octubre de 2019, el poeta chileno Raúl Zurita le dijo a esta cronista en Santiago que confiaba en que el llamado por esos días “estallido social” iba a derivar en una “democracia real”, aquella que “se construye con mayoría parlamentaria y mayoría callejera”. A juzgar por cómo los chilenos tapizaron las calles la noche del 19 de diciembre pasado, en la que Gabriel Boric fue electo presidente, “la mayoría callejera”, en principio, se da por descontada.

Pero Zurita evidenció un gap entre lo institucional y las calles, y en esa brecha el próximo presidente tendrá por delante el desafío de oficiar de traductor. Boric, si quiere perdurar, sabe que debe trasladar algo de las demandas reiteradas durante las olas de protestas –de las que fue parte– al Palacio, aun sabiendo que esa tarea es imposible.

Lo intentó en campaña cuando tradujo algunas de aquellas consignas a su programa, el mismo que debió “ajustar” rápidamente de cara al balotaje. Para crecer más de un 150% dejó demandas en el camino. Ahora hará lo propio pero con medidas de gobierno, donde también deberá entender y hacer entender a quienes lo votaron –por amor o espanto– que solo es posible traducir “algo” y no “todo”. No hay forma de trasladar directamente, por ejemplo, algunas consignas difusas, incluso contradictorias, de la calle a una estructura institucional de palacio. El filósofo francés Merleau Ponty explicó que las lenguas no son “equivalentes”, no expresan “el mismo pensamiento” porque cada una representa una manera en que los cuerpos “celebran” el mundo. Y hace una aclaración: “Nadie pertenece nunca a dos mundos a la vez”. 

Boric ya no pertenece a las calles (o no del mismo modo) y más que habitar los dos mundos, traducirá desde el Palacio. Y allí tendrá que definir prioridades porque ese paso nunca es ingenuo, implica sacrificar sentidos.

Otro hiato ya hubo entre la alianza electoral, Apruebo Dignidad y la alianza de gobierno, para la que Boric debió preparar un Gabinete sumando a parte de la ex Concertación, hoy Nuevo Pacto Social (NPS), con excepción de la Democracia Cristiana. Porque ahí viene el segundo factor que menciona Zurita, “un Congreso afín”, que Boric –aun ampliando la coalición– no tendrá. Y del Parlamento dependen muchos puntos del programa de gobierno, es decir, parte de las demandas de la calle. 

En palabras de Gonzalo Winter, diputado de AD, en el Congreso, los votos no se miden por la gallardía de los legisladores, “se cuentan”; y AD tiene 37 de 155 bancas. Aun junto con las de sus socios, “dan 74 y el número mágico para aprobar cualquier cosa es 78”. Las alianzas cuestan, pero atrincherarse en los propios también. Además, muchas de esas exigencias las debe saldar la Convención Constitucional y no el presidente ni el Congreso.

Luego de dos años de sublevación hubo una nueva demanda, un pedido de “calma chicha”. Este no puede ser atribuido solo a ese 44% de electores que se inclinó por la ultraderecha, y que más que el deseo de “vivir en paz”, sueña con dejar quieto el statu quo.

En suma, no es dable esperar que un gobierno, en estas condiciones minoritarias, en cuatro años dé vuelta totalmente la página, rompa con el lastre de la dictadura, y que además lo haga en forma “tranquila”. No por eso las demandas deben cesar, y los esfuerzos de Boric por traducirlas, aun sabiéndolo imposible, tampoco.