«Hasta aquí todo va bien”, fue la frase de cabecera del mundo desde que se recuperó de las crisis con nombres de bebida blanca hasta que en 2008 llegó el porrazo, con la inexorabilidad con la que el suicida se estrella contra el suelo después de una caída indolora. Las recuperaciones de las crisis que se bautizaron en honor del tequila y el vodka, señalando a México y Rusia como sus epicentros, inauguraron un período de ilusión y optimismo durante el cual las élites globales se convencieron de que, esta vez sí, el capitalismo había logrado superar su naturaleza cíclica. Sin embargo, el hundimiento de un banco de esos demasiado grandes para quebrar, Lehman Brothers, y la subsiguiente crisis de las securities hipotecarias hicieron trizas la ilusión.

La salida de la crisis que sobrevino, como sucede con todas las crisis, se selló con un reparto desigual e injusto de las pérdidas. A diferencia de crisis anteriores, la percepción de la injusticia de ese reparto tuvo un impacto relevante: el divorcio creciente de la visión de las élites globales respecto de la de una porción cada vez más grande de la ciudadanía en buena parte de los países más desarrollados. Esa divergencia creciente tiene consecuencias en la política doméstica en esos países y, dado el tamaño y el poderío de éstos, también en la política internacional. Un mundo en el que amagan guerras comerciales donde ayer todo era libre comercio, un mundo donde la única superpotencia está más interesada en ser una fortaleza inexpugnable que en sostenerse como imperio. Un mundo donde la ilusión ha dejado su lugar a un escepticismo que define no sólo la visión de algunos de sus más poderosos líderes, sino el estado de ánimo predominante entre los ciudadanos de muchos países.

La crisis del petróleo a principios de la década del ’70 no puso en cuestión el optimismo social que había ido imponiéndose durante los llamados “30 años gloriosos” de la posguerra. Durante esos años, el consenso socialdemócrata (del que participaron aun los gobiernos conservadores del período) ató con políticas keynesianas el crecimiento simultáneo de tres factores: las ganancias empresarias, la productividad del trabajo y el salario real. Aunque la crisis del petróleo hizo trizas esa combinación en la que ganaban todos, la inercia positiva de los años buenos ayudó a que los sistemas de partidos sobrevivieran al momento casi intactos. En las élites empezó a incorporarse la noción de crisis fiscal del Estado y se abrió pasó la convicción de que el Estado de bienestar debía ser paulatinamente encogido. En su versión extrema, esa convicción se tradujo en el viraje neoconservador de Margaret Thatcher (con su eco transatlántico en Ronald Reagan). A pesar de ello, las rutinas de voto siguieron acompañando a los mismos partidos que habían prevalecido desde la posguerra y (dentro de ellos) a líderes más o menos convencionales.

Con la crisis de 2008, la tierra parece abrirse a los pies de esos mismos partidos y líderes: los ciudadanos desertan en masa, convencidos, muchos de ellos, de que esas élites ya no pueden representarlos. La recesión global que sucede a la crisis viene con la convicción de un vasto sector de la ciudadanía de que sus intereses y su visión del futuro ya no pueden ser representados por partidos y líderes convencionales. En casi toda Europa (salvo en la península ibérica), la excepción que representaban el Frente Nacional en Francia y el Partido de la Libertad en Austria se transforma en una verdadera primavera de las derechas extremas (que en 2018 ya comparten el gobierno en Austria y en Italia). Sin embargo, lo más crucial, en tanto tiene consecuencias no sólo domésticas, sino globales, es la elección de Donald Trump como presidente de los Estados Unidos.

Un líder excéntrico

Trump no sólo encarna ideas nacionalistas y (frecuentemente) supremacistas que son comunes a las ultraderechas europeas, sino que le sobra poder para ponerlas en práctica. Trump advierte inteligentemente que él puede suplir un vacío de representación haciéndose el portavoz y ejecutor de ideas hasta ayer condenadas a la marginalidad ,y convencer a un número suficientemente grande de personas que no están necesariamente de acuerdo con ellas de que éstas son más aptas para actuar en el mundo de hoy que los saberes convencionales (aquello que en EE UU se llama el mainstream) que reinaron supremos por décadas.

Cuando estas ideas comienzan a ser respaldadas por el poderío económico y militar incontestable de la única superpotencia actual, el mundo entero empieza a sentir su influjo. No sin la tímida resistencia europea y frente al contraste discreto pero firme de China, el multilateralismo y, más ampliamente, la idea de un orden mundial donde la fuerza tiene sus contornos limitados por reglas, está sufriendo un retroceso significativo. A nadie se le escapa que, en el pasado, cuando la fuerza quiso ignorar las reglas, lo hizo sin cortapisas. Pero aun en un caso como la invasión de Irak, George W. Bush se sintió en la obligación de guardar las apariencias: su diplomacia mintió ante el Consejo de Seguridad de la Organización de las Naciones Unidas, pero no dejó de buscar la aprobación de éste para la invasión. Con Trump, nos encontramos ante un líder que no se siente obligado a justificar sus vetos en el Consejo de Seguridad. Tampoco lo preocupan los equilibrios regionales: amigos son los amigos y si el apoyo a éstos genera inestabilidad en otras regiones, mientras éstas estén suficientemente lejos de las fronteras de EE UU, se los apoyará incondicionalmente, sin mayores explicaciones.

Trump encarna una presidencia unitaria, donde los funcionarios están a tiro de un “¡está despedido!” como si se tratara de un episodio de The Apprentice, el reality show que cimentó parte de su popularidad. Los mecanismos de toma de decisión colectiva que han definido a la presidencia estadounidense como institución desde el siglo pasado han sido dejados de lado. El presidente se basta a sí mismo para proyectar todo el poder del que está investido, tanto hacia adentro como hacia afuera del país. Así, Trump puede decidir tanto castigar a Irán a pesar de su apego al acuerdo para dejar de lado el componente bélico de su programa nuclear, como premiar al norcoreano Kim Jong-un con una cumbre bilateral sin que éste tome una sola acción para poner freno a su propio programa bélico nuclear.

Si en los casos puestos como ejemplo hasta aquí se puede considerar que Trump sólo ha impuesto un incremento brutal de la intensidad de la política estadounidense previa, donde hay un giro realmente brusco es en el terreno comercial. Aunque el comercio internacional y (sobre todo) las negociaciones en la materia vienen estancados hace tiempo, el hecho de que Trump haya definido a la Organización Mundial de Comercio como “el peor acuerdo de todos los tiempos” nos pone frente a la cuestión más decisiva que plantea su presidencia. Nada pone más en crisis la relación de EE UU con sus aliados que esta definición, acompañada por decisiones unilaterales contra la Unión Europea y Canadá que han hecho fracasar (a todos los efectos prácticos) la cumbre del G7 en Charlevoix y que se ciernen como la amenaza de que suceda lo mismo durante la cumbre del G20 en Buenos Aires, a fin de año.

Cuando se califica a Donald Trump como “impredecible”, el uso del adjetivo describe mejor la perplejidad de los analistas mainstream que la propia conducta del presidente estadounidense.

Hay dos predictores fuertes respecto de sus acciones. Primero, el provecho doméstico que pueda derivar, si no de las medidas que toma, sí de su modo de presentarlas: ser el campeón del proteccionismo satisface a una parte de su electorado, que atribuye el deterioro relativo reciente de sus condiciones de vida a la globalización y al libre comercio. Segundo, la protección de intereses particulares, incluyendo el suyo, como en su apego a la posición pro-Netanyahu de quienes han financiado su campaña electoral o en su favoritismo por el régimen saudita, cliente VIP de la industria de armamentos norteamericana.

Un mundo con Trump no es, simplemente, un mundo bajo Trump, pero sí es un mundo donde no cabe la ingenuidad de actuar como si aún estuviera vigente el credo que hizo caminar como zombi al capitalismo hacia la crisis de 2008. ‰

Optimismo desbordante tras la cumbre con Kim

“Ya no hay una amenaza nuclear de Corea del Norte”, proclamó un exultante Donald Trump dos días después de la cumbre con el líder norcoreano, Kim Jong-un, que en lo concreto no plasmó ninguna garantía de cuándo o cómo se deshará Pionyang de sus armas nucleares. “Recién aterrizado… Un viaje largo, pero todos pueden sentirse ahora mucho más seguros que cuando asumí el cargo”, dijo Trump en un tuit a la madrugada. “Reunirme con Kim Jong-un fue una experiencia interesante y muy positiva. ¡Corea del Norte tiene un gran potencial para el futuro!”, agregó el presidente que hasta hace poco tiempo calficaba de payaso a su nuevo amigo norcoreano.

La cumbre de Singapur, que marcó una gran reducción en las tensiones entre dos países rivales desde la Guerra Fría, culminó con una declaración final que incluye una promesa de Corea del Norte de trabajar hacia la desnuclearización de la península coreana pero que carece de detalles sobre cómo lograr esta ambiciosa meta. Los críticos hicieron hincapié en esta falta de sustancia pero Trump fue fiel a su estilo y defendió a ultranza los resultados de la cumbre, que fue la primera entre presidentes de los dos países desde la Guerra de Corea. Aquel conflicto terminó en 1953 sin un tratado de paz, así que Washington y Piongyang siguen técnicamente en guerra.

Mas juicioso que su jefe, el secretario de Estado Mike Pompeo advirtió que EE UU reasumirá sus ejercicios militares con Corea del Sur si Corea del Norte deja de negociar de buena fe, luego de que Trump anunciara un freno a las maniobras.