El círculo rojo internacional intenta descifrar las causas y las consecuencias de la irrupción del ultraderechista Jair Bolsonaro, que con el apoyo electoral de 49 millones de brasileños quedó a un paso de convertirse en el nuevo presidente del país.

Para algunos es la manifestación pura y dura del fascismo, calco y copia de los movimientos europeos nacidos en las décadas del ’20 y ’30 del siglo pasado.

Otros, como la revista The Economist, son más cautos y consideran que más que un movimiento de derecha organizado, el exmilitar dirige una corriente de opinión autoritaria. Antes que a una dictadura –como la que durante 20 años gobernó Brasil luego del golpe de 1964– tiende hacia una dinastía: uno de sus hijos es el congresista más votado, otro fue electo senador y un tercero es su asesor de política exterior. La emblemática publicación inglesa asegura que no está en riesgo –en lo inmediato– la supervivencia de la democracia brasileña, sino su calidad.

Hay quienes afirman que es un outsider que arribó desde los márgenes del planeta político para ocupar la tierra arrasada que dejó un sistema tradicional detonado; pero otros recuerdan que vivió de la política tradicional por tres décadas y tejió pactos que habilitaron su victoria, como cualquier experimentado rosquero parlamentario.

Algunos sentencian que tiene el total respaldo de las fuerzas armadas, otros que su neoliberalismo furioso chocará con los intereses –presuntamente– más nacionalistas y desarrollistas de la casta militar.

La realidad es que Bolsonaro es un intento de solución por derecha a una crisis orgánica que atraviesa Brasil por lo menos desde hace cinco años. Una crisis que comenzó a agudizarse bajo el gobierno de Dilma Rousseff (2014) y a la que respondió con un plan de ajuste que contenía más neoliberalismo (esta fue una de las razones de la erosión de una parte de la base social del Partido de los Trabajadores). A las clases dominantes no les alcanzó e igualmente pergeñaron el golpe que destituyó a la expresidenta. La recesión posterior y la ignominia en la que se vieron envueltas las grandes empresas brasileñas en el marco de la manoseada operación judicial conocida como Lava Jato provocaron una monumental frustración del sueño eterno de una independencia o liberación que venga de la mano de una «burguesía nacional» prebendaria de Estado.

Ante la ausencia de una alternativa por izquierda, la solución de Bolsonaro implicó convertir el fracaso en odio hacia todos los que –supuestamente– pusieron una vez más en riesgo el destino de grandeza del gigante sudamericano y las banderas del orden y el progreso.

Así llegamos a la paradoja actual que fue sintetizada por el politólogo Andrés Malamud: elegir a un fascista de verdad, creyendo que es de mentira, por miedo a un comunismo de mentira que creen que es de verdad.

Hay dos fenómenos extremos que grafican la delicada situación y no paran de crecer en Brasil: la violencia urbana y las iglesias evangélicas. La primera es una manifestación de la colosal desigualdad social y la segunda, la expresión de una impotencia ideológica: si la religión es el opio de los pueblos para calmar los dolores de una sociedad agobiada, los referentes pentecostales bolsonaristas parece que pretenden inyectar narcóticos más potentes para superar la angustia social con rabia conservadora.

El desafío ultraderechista tiene un componente impredecible y la distancia entre las palabras y las cosas, entre el dicho y el hecho o entre discurso y la acción no se dirimirá en el terreno del análisis, sino en el de la lucha. El relato de Bolsonaro postula un cambio de régimen para suprimir todas las libertades democráticas y civiles. Además, posee un contorno fascistizante que agita de manera explícita y apunta a eliminar las formas de organización colectiva en general y los sindicatos en particular.

Hay divergencias (políticas, sociales, históricas) entre la apuesta bolsonarista y el fascismo clásico, entre otras cosas porque es más inestable, pero lo indiscutible es ese componente fascistizante de su perspectiva.

La manipulada elección de primera vuelta coronó el golpe institucional (un golpe dentro del golpe, definió Mario Santucho en la revista Crisis) con innumerables medidas de ataque a los derechos democráticos (proscripción y cárcel del principal candidato, tutela del partido judicial, amenaza militar). Afrentas que fueron mucho más allá de los límites «normales» de la democracia.

En este complejo y oscuro escenario, es importante señalar que el centro de gravedad de la batalla contra el engendro estará de cualquier manera en la calle y en el territorio extraparlamentario: si gana Bolsonaro porque saldrá fortalecido con la ocupación del Estado; si pierde, ¿quién puede asegurar que él y su banda se irán a casa tranquilos?

Es clave descifrar la anatomía del monstruo en gestación pensando en experiencias anteriores, pero se puede sentenciar junto a Walter Benjamin que «articular históricamente lo pasado no significa conocerlo ‘tal como realmente ha sido’; significa apoderarse de un recuerdo tal como relampaguea en el instante de un peligro».

O, parafraseanado a otro alemán prominente, se puede afirmar que los periodistas, los sociólogos, los politólogos, los militantes y los analistas en general, hasta ahora se han encargado de interpretar de diversas maneras al enigma Bolsonaro, pero hoy de lo que se trata es de derrotarlo. «