La ultraderecha, mucho más brutalmente que el conservadurismo restaurador del desorden neoliberal, avanza a paso redoblado en América Latina y, a su estilo, trata de revalorar los mandamientos de la Doctrina de Seguridad Nacional que imperó en los años ’70 y parte de los ’80 del siglo pasado. Con las espaldas cubiertas, nuevamente, por el Fondo Monetario Internacional, y con la idea de reponer a las fuerzas armadas en la vitrina, cada uno de los nuevos gobiernos, o las nuevas derechas, aportan lo suyo. En Argentina, hablando otra vez de servicio militar obligatorio o volviendo a ser convocados para actuar en la seguridad interior, como en Brasil, donde los militares ya instauraron el terror en las favelas y facilitaron el asesinato de líderes sociales como Marielle Franco. En México con 250 mil muertos desde 2006 a la fecha. En Colombia, con casi 200 militantes por la paz caídos en el último año por acción de militares y paramilitares. En Paraguay y Chile con la oferta y los primeros pasos ya dados para imponer el servicio militar como disciplinador de pobres. Y en Uruguay también, en el viejo anticlerical y antimilitarista Uruguay, aunque aquí la que se impone es la derecha, que por ahora sigue doblegando al gobierno progresista de Tabaré Vázquez.

La idea de Vázquez de impulsar una reforma previsional que acabe con algunos privilegios que tienen los militares jubilados encontró una fuerte barrera en las fuerzas armadas y su tratamiento sigue postergado desde diciembre pasado. En mayo y en julio tampoco pudo tratarse en el Congreso y en octubre pierde estado legislativo y deberá esperarse hasta 2020 para intentar nuevamente su aprobación. Los militares y sus socios civiles lograron imponer la primera parte del plan. Mientras se iban conociendo detalles de ese trato preferencial que el Estado mantiene con los uniformados, y la opinión pública se indignaba, los militares pusieron en juego los resortes de poder que aún conservan. Entre ellos, las fuertes simpatías que los líderes de los viejos partidos les profesan, como el presidenciable del Partido Nacional (Blanco) Luis Lacalle Pou, el expresidente colorado Julio María Sanguinetti y el senador Pedro Bordaberry, también colorado e hijo del exdictador Juan María Bordaberry (1973–1976).

La sociedad civil desconocía el amplio espectro de medidas que lleva a que los militares retirados con grado de oficiales gocen de un paquete de privilegios que no alcanzan a persona alguna entre los uruguayos, y que hacen que sean los jubilados mejor remunerados. Ese trato discriminatorio se sustenta en un entramado de leyes, decretos, ordenanzas y resoluciones que tiene sus primeros antecedentes en 1940, pero que se consolida en 1974 a través de la Ley Orgánica Militar impuesta por la dictadura (1973-1985).

En 2015 el Banco de Previsión Social (BPS) había advertido sobre el desfinanciamiento de la Caja de Jubilaciones Militares, producto de esos privilegios que ahora se quieren anular. En números redondos, el Estado debe asistir a la Caja con 548 millones de dólares –que crecen a razón de 50 millones por año– para poder pagar los haberes de los oficiales retirados. Aunque no parezca una cifra muy voluminosa, hay que tener en cuenta que el PBI de Uruguay asciende a 58.415 millones de dólares, por lo que equivale a casi el 1 por ciento. Los civiles, en cambio, ayudan al mantenimiento del BPS con el aporte del 3% de sus haberes.

En 2017, el Estado ayudó a abatir el déficit de las cajas de jubilaciones de los trabajadores civiles con 1725 dólares por cada pasivo, a la Caja Policial con 4138 dólares y a la Caja de Jubilaciones Militares con 8650 dólares por cada pensionado.

A diferencia de otros países, en Uruguay los militares fueros echados del poder, pero de todas maneras lograron una salida ordenada, conservando privilegios. Los oficiales pueden retirarse al cumplir 20 años de servicio. Los civiles deben computar un mínimo de 30 años para lograr una jubilación equivalente al 70% de lo que cobra un trabajador activo de la misma categoría. Para los militares, cada año de servicio en el exterior –agregado diplomático o integrante de los cuerpos de paz de la ONU– se computa doble. Los generales, o el grado equivalente en la aviación o la marina, pasan a retiro obligatorio al cumplir 60 años de edad o tras permanecer ocho años en el mismo grado. El coronel a los 55 años y el teniente coronel a los 52. Se jubilan con el 100% de los haberes que percibían en actividad.

Para los civiles el haber es del 50% del promedio de los últimos diez años trabajados y con un tope equivalente a 1300 dólares. Las pensiones militares aumentan automáticamente, y sin tope, según el índice medio de salarios. Las de los civiles dependen de ajustes especiales. Cuando el pase a retiro es obligatorio –por edad o años de permanencia en el cargo– los oficiales son premiados con una pensión mensual equivalente al sueldo del grado superior inmediato. Los retirados militares perciben aguinaldo. Los civiles no.

Una alta fuente del Banco de Previsión Social explicó un caso sorprendente de la marina de guerra. A fines de 2017 revistaba un total de 105 capitanes de navío –símil de los coroneles en el ejército– con salarios de 3100 dólares. Al llegar a los 55 años están obligados a retirarse y con aquellos valores sus jubilaciones pasarían a ser de 3700 dólares, porque con el retiro obligatorio su haber es igual al del oficial inmediatamente superior en el escalafón.

La sola mención de la eventual reforma de la Caja Militar puso en estado de alerta a las fuerzas armadas, que presionaron en la medida de lo posible en estos tiempos en los que los golpes de Estado se desarrollan por nuevas vías. Una de esas formas de presión la protagonizaron en noviembre pasado los médicos del Hospital Militar, un centro de excelencia que da atención a militares activos, retirados y sus familias. Cien de esos profesionales presentaron la solicitud de retiro voluntario, una medida que de haberse concretado hubiese llevado a una grave crisis asistencial.

El coronel retirado Rivera Elgue do Campo, que en la emergencia actuó como vocero de los médicos, admitió en una entrevista periodística que, «en realidad, los profesionales no están en sanidad militar por el salario, sino porque allí buscan asegurarse una buena jubilación, una buena base económica para retirarse muy jóvenes, con una gran experiencia, y luego seguir trabajando en la esfera privada, provistos del buen estatus que les da haber revistado en el Hospital Militar». Elgue do Campo explicitó finalmente la amenaza y la presión: «Si por efecto de cualquier modificación –dijo– ven una alteración en el sistema de retiro, si algún día se concreta esa reforma que propone el Frente Amplio, vamos a padecer una salida masiva de médicos, nurses, enfermeros y paramédicos». El diputado Luis Puig le respondió desde la sala de sesiones del Congreso, y señaló que «eso es lo que se llama un estúpido chantaje».

A fines de 2017, cuando naufragó por primera vez el tratamiento de la reforma del régimen jubilatorio militar –el Frente Amplio cuenta con 50 de los 99 diputados del Congreso, pero uno aduce discutibles razones de inconstitucionalidad para negarse a votar la reforma tal como lo decía la promesa electoral que suscribió–, el semanario derechista Búsqueda, la voz más fiel del establishment, dio a conocer una investigación en la que confirmó que «los militares que están presos por su desempeño durante el gobierno militar perciben sus pasividades sin que hayan sido recortadas o parcialmente suprimidas».

Según la publicación, el dictador Gregorio Álvarez, a quien el expresidente José Mujica calificó como «uno de los peores asesinos de la historia uruguaya», encabezaba la lista como el jubilado militar mejor remunerado. Hasta su muerte, en diciembre de 2016, percibía una jubilación de 5200 dólares al mes, ahora heredada por sus deudos, y se supo que hasta tres años antes también cobraba una pensión de 3300 dólares «en su carácter de expresidente».

En la Justicia también tienen pregorrativas

En medio de la pulseada por las jubilaciones, las organizaciones de Derechos Humanos dieron a conocer un documento en el que explicitaron otras denuncias y revelaron que «todos los militares de la dictadura conservan sus grados, cobran sus jubilaciones actualizadas al nivel de los sueldos que perciben los oficiales en actividad y, como si fuera poco, el Estado se hace cargo de los costos de su defensa cuando son sometidos a los tribunales de otros países, acusados por la comisión de delitos de lesa humanidad. 

Se referían al caso de tres oficiales que finalmente fueron condenados en Chile por el homicidio en 1992, en Uruguay, del bioquímico chileno Eugenio Berríos, desarrollador del gas Sarín con el que fueron asesinados decenas de detenidos políticos durante la dictadura cívico–militar comandada por el general Augusto Pinochet (1973 –1990). Berríos fue víctima de un ajuste de cuentas. Los uruguayos tomaron conocimiento, así, de otro de los privilegios de los que gozan los militares. En este caso, los responsables de crímenes de lesa humanidad cometidos durante el Plan Cóndor.

Las organizaciones de Derechos Humanos recordaron, además, que los genocidas tienen quienes los protegen en las más altas esferas judiciales. Señalaron que, aún antes de abrirse el debate sobre la reforma de la Caja de Jubilaciones, la Suprema Corte de Justicia había sorprendido al desconocer la jurisprudencia humanitaria universal que el país suscribe, y con ello al gobierno, que desarrolla una activa política de defensa de los Derechos Humanos. Entonces el máximo órgano judicial falló en una causa por delitos de lesa humanidad a favor de la prescripción de los mismos por acción del tiempo, como si se tratara de ilícitos comunes. 

El principal beneficiario del laudo judicial fue el excoronel José Gavazzo, responsable de cientos de casos de secuestro, desaparición, torturas y muerte de ciudadanos uruguayos y argentinos durante las dictaduras cívico–militares de los años ’70 y ’80 del siglo pasado.