La última ronda de enfrentamientos entre EE UU e Irán comenzó en mayo del año pasado cuando el presidente estadounidense anunció que se retiraba del acuerdo nuclear firmado durante 2015 entre su país, los iraníes y otras cinco potencias mundiales. El arreglo internacional sometía el programa nuclear iraní a exhaustivas inspecciones de la Agencia Internacional de Energía Atómica (inspecciones que la Agencia certificó que Irán cumplió en tiempo y forma) a cambio de que se levantasen las sanciones contra la economía iraní. El propósito enunciado por Donald Trump para cancelar su participación estuvo en el deseo de que Irán volviese a la mesa de negociaciones para lograr un acuerdo más estricto según la perspectiva estadounidense. En consecuencia, si bien la actual retirada estadounidense no aniquiló el acuerdo, impuso nuevas penalidades que han dificultado que algún otro Estado firmante (bajo riesgo de ser sancionado) pueda encontrar una vía para salvarlo. 

Para cumplir su novel propósito, el actual gobierno de los EE UU desplegó una táctica de «máxima presión» sobre la economía iraní (parecida a la que usaron en el último año contra Venezuela y la Autoridad Palestina sin lograr ningún tipo de resultado). Tampoco es que Irán sea un ente angelado en Medio Oriente: Irán es un régimen político-religioso, de carácter revolucionario que utilizó el acuerdo nuclear (y el alivio de las sanciones pasadas) para extender su poder sobre la región. Pero hoy, además, Irán pretende demostrarles a los estadounidenses que el estrangulamiento sobre su economía, junto a la imposibilidad de vender todo su petróleo, tiene costos para EE UU y sus aliados (ataques a cargueros petroleros, derribo de drones militares, sabotaje a oleoductos sauditas, etc.). En cambio, con los otros países signatarios del acuerdo, el enfoque es distinto. Irán desea provocar una reacción en ellos, para que estos encuentren un salvavidas económico hacia Teherán antes de que se desate una crisis de proliferación nuclear. En este último punto, puede encuadrarse la reciente decisión (y aviso) iraní de aumentar los niveles de enriquecimiento de uranio al 5%, quebrando por poco los límites de almacenamiento dispuestos en el acuerdo nuclear.

Además de la intención del presidente estadounidense con respecto a Irán, está la de sus subalternos –como la del asesor de seguridad nacional John Bolton y el secretario de Estado Mike Pompeo– quienes están haciendo todo lo posible para instigar una guerra con el fin de que haya un cambio de régimen en el país persa. Este deseo va en completa contraposición a lo buscado por la administración de Barack Obama en 2015: a los funcionarios demócratas les importaba mucho más detener el programa nuclear que una caída del régimen teocrático iraní. Mientras que en el presente, parece que a los halcones estadounidenses les interesa mucho menos el desarrollo nuclear que la caída de la República Islámica de Irán. En la suma y resta geopolítica de los halcones, cualquier alivio de sanciones para con Irán significa más recursos para un «enemigo» que busca dañar los intereses de «aliados» estadounidenses en la zona como Arabia Saudita e Israel. Algo parecido a la idea desplegada por el gobierno de Bush hijo en 2003. Por lo tanto, es pertinente recordar que para una persona como John Bolton, la guerra y ocupación de Irak de ese año fue «positiva». Lo que niega el asesor estadounidense es que dicho conflicto fue un error colosal de política exterior, que le permitió a Irán empezar a actuar mas libremente en la región al quedar destruido el gobierno de Saddam Hussein (quien era precisamente el enemigo jurado de Irán que contenía su poder al oeste de sus fronteras). Asimismo, Bolton olvida una máxima que puede aplicarse a todos los actores de la región: «La guerra une y la paz divide» y un conflicto empoderará al actual liderato iraní en vez de debilitarlo

Trump, a pesar de haber renunciado al acuerdo con Irán, ha logrado presionar a los iraníes para que hagan lo único que el arreglo limitaba: la posibilidad de que tengan armas de destrucción masiva. Toda la estrategia desplegada por Trump es una falla tras otra. No sólo Irán empezó a enriquecer uranio más allá de lo permitido, sino –que como respuesta– también decidió escalar sus ataques asimétricos contra Estados Unidos y sus aliados. Washington necesita recalibrar sus acciones vis a vis con Irán. La política inútil de «máxima presión» ha distorsionado la perspectiva de EE UU y sólo ha logrado fortalecer el apoyo interno a la conservadores iraníes –deseosos de conectarse con una generación más joven– a expensas de los moderados que ganaron las últimas elecciones presidenciales en Irán. A la vez, toda la acción de Trump potencia a China (con quien se encuentra en una virulenta guerra comercial) para que materialice su deseo de llenar el vacío económico dejado por el retiro estadounidense y la inhabilidad europea en Irán.

Trump, quien ganó muchísimos votos al criticar la excesiva participación de los EE UU en las guerras de Medio Oriente, está punto de enfrentar una elección presidencial en poco menos de un año y medio. Situación que pone en duda sus reales deseos de comenzar un conflicto militar con Irán (al menos hasta que sea reelegido). Irán lo sabe y ha dejado una «puerta abierta» al aumentar en un número muy bajo su enriquecimiento nuclear (uno que es totalmente reversible). Por lo que sería prudente que tanto el mandamás estadounidense escuche la sugerencia de su homólogo francés Emmanuel Macron sobre la posibilidad que Estados Unidos alivie algunas de sus sanciones, como que Europa tome la decisión activa de abrir canales financieros para apaciguar a Irán y así evitar que el acuerdo se diluya por completo. No obstante, vale rememorar las palabras del portavoz de la cancillería iraní pronunciadas días atrás, para ser escéptico sobre las habilidades del actual gobierno estadounidense: «Irán no sabe con exactitud quién toma la decisión final en los Estados Unidos y quién la hace cumplir. Nos enfrentamos a un caos sin precedentes en la política exterior de Estados Unidos». «