A punto de agotar la quinta parte del siglo XXI, parece noticia vieja recordar que el siglo no comenzó en el año 2000, como mucho se debatía por aquellos días, sino el 1° de enero de 2001. Y ese fue un año que de un modo implacable echaría sobre la mesa las cartas que se jugarían durante estos años y los que se vienen. Y si no, veamos esta cronología apurada.

La globalización, que se expandió en todo el mundo tras la caída de la Unión Soviética, en 1991, entró en crisis por el fracaso del neoliberalismo y las consecuencias catastróficas de los ajustes perpetuos para la sociedad, que se hacían palpables en las naciones periféricas y fueron exacerbado sobre todo en América Latina y particularmente en la Argentina.

Fue creciendo así una corriente crítica de ese “pensamiento único”, que se cristalizó en enero de 2001 en el  primer Foro Social Mundial, organizado por la Asociación Internacional para la Tasación de las Transacciones Financieras para la Ayuda al Ciudadano (ATTAC) y el Partido de los Trabajadores de Brasil (PT), en Porto Alegre, la ciudad de Río Grande do Sul que gobernaba el partido creado por Lula da Silva en 1980 para representar a la clase obrera en las instituciones democráticas brasileñas. Opuesto al Foro de Davos, emitió un documento bien claro sobre su objetivo. “Construimos una gran alianza para crear una nueva sociedad, distinta a la lógica actual que coloca al mercado y al dinero como la única medida de valor. Davos representa la concentración de la riqueza, la globalización de la pobreza y la destrucción de nuestra planeta. Porto Alegre representa la lucha y la esperanza de un nuevo mundo posible donde el ser humano y la naturaleza son el centro de nuestras preocupaciones”. La consigna “otro mundo es posible” se extendió como reguero de pólvora entre la víctimas del modelo de todo el planeta.

Estados Unidos, mientras tanto, planteaba una estrategia basada en lo que George Bush padre llamó “El Nuevo Orden Mundial”, regido desde Washington, con el apoyo estratégico del Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial (BM) en esta parte del mundo, y de la Unión Europea y el poder militar de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), sin un enemigo visible contra quien luchar desde el fin de la Guerra Fría.

Hasta que el 11 de setiembre de 2001 los atentados a las Torres Gemelas de Nueva York y al edificio del Pentágono lo cambiaron todo. Estaba en el gobierno George Bush hijo, y la derecha dura estadounidense aprovechó el estupor inicial para tomar una serie de decisiones que pusieron contra las cuerdas a las libertades individuales en nombre del combate al terrorismo, al que se responsabilizó por esos golpes bestiales.

Tres meses más tarde, la Argentina estallaba en mil pedazos tras una experiencia de diez años de convertibilidad y sumisión al FMI y al recetario privatista neoliberal. Justo unos días antes de que el euro, del otro lado del océano, entrara en vigencia plena para 15 países europeos.

Años interesantes

Este contexto permite entender el proceso que siguió. Por un lado, Estados Unidos se lanzó a la invasión de Afganistán e Irak en busca de terroristas de Al Qaeda que, poco antes, habían sido entrenados por la CIA para combatir la invasión soviética de fines de los ‘70. Por el otro, fueron creciendo opciones de gobiernos comprometidos en mayor o menor medida con el lema de ese otro mundo posible.

Así surgieron en 2003 los mandatos de Lula da Silva y Néstor Kirchner en Brasil y la en Argentina, y en el Uruguay, el Frente Amplio –una alianza anti-establishment de centro izquierda nacida en los ‘70– llegaba al poder y ponía fin a más de un siglo y medio de alternancia de los partidos Blanco y Nacional. Esa ola envolvió otros inesperados cambios regionales, como la elección de Evo Morales en Bolivia , Rafael Correa en Ecuador y Fernando Lugo en Paraguay. Y prefiguró la posibilidad de que en Mar del Plata, en noviembre de 2005, se le dijera a No al ALCA, el proyecto de mercado común continental que bajo la línea del Consenso de Washington habría debido entrar en vigencia en ese momento, según lo planteado en 1994 por los gobiernos conservadores latinoamericanos y el demócrata estadounidense Bill Clinton. En ese mismo año había nacido el NAFTA, el acuerdo de libre comercio de América del Norte, que habían firmado México y Canadá con EE UU y sobre cuyo modelo se planificó el ALCA.

Podría aplicarse a esa época la frase con la que alguna vez tituló un libro sobre el siglo XXI el historiador británico Eric Hobsbawm: fueron “años interesantes”.

Tras la cumbre marplatense, Lula y Kirchner acordaron pagar toda la deuda con el Fondo Monetario para liberarse de su tutela. Las exportaciones de productos primarios como la soja y el petróleo hacían fluir ingresos que por primera vez resultaban beneficiosos en los términos de intercambio para los países productores. China era el gran protagonista de esa suba y ya mostraba los dientes de que la previsión de los analistas internacionales no era errada: luego de “un siglo de humillación”, el gigante asiático está destinado a ser lo que en rigor fue durante cuatro milenios, una potencia centra+l. Y eso va a ocurrir en esta centuria.

Pero no era la única potencia destinada a sobresalir. Ya lo había señalado Jim O’Neill, economista de la banca Goldman Sachs cuando –también en 2001– armó un acrónimo para mencionar a los países donde valía la pena invertir pues serían los nuevos dueños del mundo: BRIC, por Brasil, India, Rusia y China. Un poco a regañadientes o tímidamente, los gobiernos de esos países vieron en 2006 la oportunidad de unirse. Cinco años más tarde invitaron a Sudáfrica. Con un pie en cada continente pero preeminencia en Asia, los BRICS comenzaron a ser una referencia geoestratégica.

Con la pelota rodando ya en Rusia, es bueno puntualizar que en la era moderna los certámenes deportivos más convocantes –los Mundiales de Fútbol, los Juegos Olímpicos– siempre han significado una vidriera enorme para mostrar una ciudad o un país. Por eso se gastan ingentes fortunas en infraestructura y en estadios que luego suelen caer de desuso, con tal de estar en el candelero de los grandes medios durante algunas semanas.

Con el de Rusia, este es el tercer campeonato consecutivo de la FIFA en un país BRICS, luego de los mundiales de  Sudáfrica en 2010 y Brasil en 2014. Los últimos Juegos en Río de Janeiro se realizaron ocho años después de los de Beijing, en 2008, y a continuación de los Invierno de Sochi 2014, en Rusia.

Mientras se institucionalizaban los BRICS, en América Latina se creaban dos organismos que fueron relevantes para la defensa de valores e intereses comunes y contra los intentos de ruptura constitucional: Unasur y Celac, una para América del Sur y la otra para todo el continente y el Caribe, con la cláusula expresa de que en él no participan ni EE UU ni Canadá, pero sí Cuba.

Primavera efímera

El episodio que cambiaría todas las perspectivas fue la crisis financiera que se desató con la caída del banco Lehman Brothers, en setiembre de 2007. En pocos meses todo fue un tembladeral en los países más desarrollados. EE UU, empantanado en Irak, se debatía ante las demandas sociales por la ayuda del gobierno a los bancos y un rechazo cada vez mas fuerte a la intervención armada. En este contexto, en enero de 2009, llegó a la Casa Blanca el demócrata Barack Obama, el primer presidente negro en la historia de ese país esclavista. Con una promesa tan grande de ser una bisagra de la historia que a fines de ese mismo año le dieron el Premio Nobel de la Paz.

Pero el aire de renovación duró poco. La secretaria de Estado, Hillary Clinton, siguió los lineamientos tradicionales de la política imperial y en junio de 2009 dio vía libre a un golpe institucional en Honduras, el primer ensayo de intervención estadounidense para bloquear los procesos progresistas en el “patio trasero” mediante el uso de las asambleas legislativas.

En tanto, las “primaveras árabes”, que habían entusiasmado a los sectores “bienpensantes” de Europa, pronto mostraron que llegaron a cambiar todo para que todo quedara igual. Hillary decidió dar apoyo a grupos terroristas para forzar la caída de Bashar al Assad en Siria. Y los mismos que habían promovido el Nobel a Obama no tardaron mucho en pedir que lo devolviera.

Para colmo, en 2010 aparecería Wikileaks, un sitio dirigido por el australiano Julian Assange, publicando millones de documentos secretos sobre las atrocidades cometidas por tropas estadounidenses en Irak. Descubierto el “filtrador”, el soldado Bradley Manning, la respuesta del gobierno no fue muy diferente a la que hubiera tomado cualquier gobierno WASP (por blanco, anglo-sajón y protestante). Manning fue detenido y condenado a 35 años de prisión y Assange, perseguido, se refugió en la embajada de Ecuador en Londres para evitar la extradición y un juicio en EE UU. Tres años más tarde, Edward Snowden, analista externo contratado por la CIA, revelaría el sistema de espionaje electrónico global que realizan los servicios de inteligencia estadounidenses. Conocedor del destino que le esperaba, se exilió en Rusia, luego de mostrar a la prensa el método aplicado para vigilar a los ciudadanos de todo el planeta. Era la culminación del proyecto de control social mundial legislado a raíz del 11S. 

Obama, mientras tanto, firmaba el acuerdo 5+1 con Irán junto con China, Rusia, Gran Bretaña, Francia y Alemania, por el cual el país persa aceptaba someter su plan nuclear a las inspecciones de organismos de la ONU. Y puso a Estados Unidos en el Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica (TPP por sus siglas en inglés), un tratado de libre comercio de los países de la Cuenca del Pacífico.

Rechazo a la globalización

Los continuos recortes presupuestarios y la pérdida de puestos de trabajo en virtud de las nuevas reglas comerciales terminaron por hastiar a las sociedades europeas y de EE UU. La crisis financiera sumió al euro en un temporal del que por momentos pareció que no iba a salir. La moda de los acrónimos incluyó a cuatro países golpeados especialmente por esa tormenta bajo el nombre de PIGS –cerdos–, por las iniciales de Portugal, Italia, Grecia y España (Spain). Sobre ellos especialmente recayeron los sofocantes programas de ajuste presupuestario pergeñados por la “troika”, la tríada integrada por el Banco Central Europeo (BCE), la Comisión Europea (CE) y el FMI.

Como en una vuelta de tuerca, si al principio del siglo los movimientos de izquierda eran los únicos que se oponían a la globalización capitalista, ahora la derecha nacionalista y xenófoba fue tomando esas banderas ante la pérdida de atractivo del neoliberalismo para las mayorías populares. Ese descontento se expresó en Europa en el Frente Nacional francés (FN); el Partido por la Libertad holandés (PVV); el Partido de la Independencia británico (UKIP); Alternativa para Alemania (AfD), y la Liga del Norte italiana, entre otros. Hungría y Polonia dieron la nota con gobiernos que amenazan los valores de la UE. El Reino Unido, en tanto, votó un referéndum para dejar la Unión Europea. En Italia, tras varias idas y vueltas, asumió el gobierno una coalición de la derecha xenófoba de la Liga del Norte con el Movimiento 5 Estrellas. En España, cayó Mariano Rajoy, acorralado por la corrupción en el PP, y asumió el líder del PSOE, Pedro Sánchez. El reemplazante de Obama en la Casa Blanca, en tanto, se suma a esta corriente de nacionalismo xenófobo. Sus primeras medidas estuvieron destinadas a romper con los acuerdos que venían de anteriores gestiones. Entre ellos, el Protocolo de París, sobre medio ambiente, el de comercio TPP y el nuclear con Irán.

Al mismo tiempo que está acosado por el presunto apoyo de Rusia a su campaña electoral, Donald Trump desarrolla una política de cowboy caprichoso en el resto del mundo. Así, mientras reprende a los líderes europeos para que aporten más a su propia seguridad militar, patea el tablero en Medio Oriente al trasladar la embajada en Israel a Jerusalén y dar su apoyo irrestricto al gobierno de Benjamín Netanyahu. Plantea, además, una guerra comercial con China. Y se lanza desaforadamente al ataque contra el gobierno bolivariano de Venezuela, mientras da marcha atrás en el acercamiento de Obama a Cuba.

Para muchos, lo que parece una política errática de Trump no es más que un intento brutal de barajar y dar de nuevo. También la globalización perjudicó a los trabajadores estadounidenses, sus principales votantes. Su campaña se basó en prometer la vuelta a aquellos tiempos de supremacía de los Estados Unidos en el mundo, lo que implicaba también a la industria local. De allí la barbarie de sus ataques contra los inmigrantes latinoamericanos.

Pero el mundo ya no es el mismo y hay otros jugadores de peso. Vladimir Putin, en Rusia, y Xi Jinping, en China, saben el lugar que ocupan en este escenario. América Latina sufre el embate de las oligarquías locales –que, es justo decirlo, fueron alentadas a tomar el poder en la era Obama–, pero por esas piruetas del destino cuenta con un líder que mantiene su influencia, a pesar de que la institución que dirige atraviesa una profunda crisis. El argentino Jorge Mario Bergoglio, coronado Papa en 2013, intenta una postura diferente al pensamiento único neoliberal que retorna con fuerza en la región y que sostienen las instituciones internacionales como única opción. Desde su crítica a la devastación del medio ambiente y a la avidez financiera del sistema capitalista, Francisco encarna a su manera el rechazo humanista a la globalización.

El otro gran líder que podría ponerse ese sayo es Lula da Silva. Los años dorados de la región mucho tuvieron que ver con ese Brasil que miró a América Latina para encabezar las ansias de autonomía y puede volver a ocupar ese espacio en la elección de octubre. Pero el metalúrgico está preso, nadie garantiza que le permitan presentarse y hay que ver si el establishment quiere arriesgarse a permitir el comicio. Si no tuvieron prurito en expulsar a Dilma Rousseff con una maniobra institucional, no les temblaría la pera por tomar cualquier medida con tal de que ese otro mundo no sea posible. ‰