Si algo define al sistema de salud estadounidense es que en ese escenario se disputan las controversias sobre el rol del estado que luego se esparcen, como un virus, a los otros ámbitos de la sociedad.  Así ocurrió en 1971, cuando el presidente Richard Nixon anunció una profunda reforma al modelo sanitario que venía construyéndose desde principios del siglo XX y fructificó en la creación del Medicare y el Medicaid. Esos dos planes de salud para los más vulnerables era todo lo estatista que se pudo permitir la sociedad estadounidense hasta 1965, con Lyndon Johnson en la Casa Blanca. No pudo reparar ese modelo Hillary Clinton cuando su esposo era presidente. Barack Obama, entre 2009 y 2017, llegó lo más lejos que le dio el cuero con una tímida contrarreforma, conocida como Obamacare. Fue lo primero que Donald Trump se propuso destruir ni bien ganó la presidencia.

Es curioso, pero hace 49 años el paladín de aquella reforma que muy bien ilustra Michael Moore en el filme Sicko, de 2007, fue el asesor de Nixon John Erlichman, que luego tendría un rol destacado en el ocultamiento de pruebas del caso Watergate y terminaría procesado por lo que en estas tierras se llama asociación ilícita y obstrucción de la justicia. Pero no solo él fue clave en el plan de Nixon, sino otro personaje cuyo legado aparece con frecuencia por estos días: Edgar Kaiser. Porque las primeras pruebas en humanos de una vacuna contra el coronavirus comenzaron a realizarse en el Instituto de Investigación Washington Kaiser Permanente, de Seattle. Una entidad ligada a la Kaiser Family Foundation, nacida del impulso del iniciador de la dinastía, Henry J. Kaiser.

El sistema de salud estadounidense se basa en un seguro de salud administrado por operadores privados. Lo que intentaba Obama era que el estado hiciera un aporte para que los ciudadanos de menores recursos tuvieran una cobertura razonable y no quedaran presos de la avidez empresarial o directamente sin cobertura. 

Una década antes se había levantado una polvareda parecida cuando Clinton pretendió cambiar las reglas de juego nixonianas. Si bien el Obamacare era mucho menos ambicioso que el Hillarycare, chocó con la resistencia de la oposición republicana y de muchos demócratas, y luego debió atravesar todas las instancias jurídicas, que lo fueron desgajando en el camino.  

En estos días se pudo percibir en qué consisten esas apetencias de las proveedoras de salud privadas. Osmel Martínez Azcue volvió a fines de febrero de China, donde había ido por cuestiones laborales. Tenía síntomas parecidos a los de una gripe y fue a hacerse la prueba del coronavirus al Hospital Jackson Memorial. Lo aislaron en una habitación especial donde lo atendieron enfermeras con trajes blancos protectores. Le dijeron que sería necesaria una tomografía computada para determinar si tenía el Covid-19, a lo que el hombre dijo que su plan de salud no cubriría ese test. Que le hicieran un análisis de sangre para determinar si no era una gripe común y en caso afirmativo le dieran el alta. Era gripe nomás.

A las dos semanas le llegó una cuenta de su compañía de seguros por 3270 dólares. Estallaron las redes cuando el Miami Herald publicó la noticia: «En EEUU cobran una fortuna por un test de coronavirus». El hospital se defendió. Solo debería pagar unos 1400 dólares desglosados entre 157 de dos análisis de sangre, 299 de uno de virus de gripe y un copago de 819 dólares. Del resto se haría cargo la aseguradora. Pero resulta que la compañía de seguro de salud alegó que tendría que revisar tres años de sus registros para determinar si la gripe era una condición preexistente del paciente.

Esa es la argucia de las empresas de evitar un pago, como bien ilustra Moore en su película y atestiguó Obama cuando finalmente firmó la ley de Cuidado de Salud a Bajo Precio (ACA por sus siglas en inglés). Su madre había muerto de cáncer a los 52 años y, recordó ese 23 de marzo de 2010, que “hasta los últimos días de su vida tuvo que pasarlos peleando con las aseguradoras».

Dos preguntas alarmantes ¿cuántos casos reales hay de Covid-19 en EEUU, cuando muchos ciudadanos no pueden ni siquiera darse el lujo de internarse para un estudio, y una internación por neumonía puede costar hasta 20 mil dólares, promedio? ¿De qué modo, entonces, combatirán el contagio masivo?

Con esta crisis, salen también a la luz muchas de las deficiencias de un sistema privado y de los recortes presupuestarios que puso en marcha Trump.

El organismo encargado de hacer los análisis, la versión estadounidense de nuestro Instituto Malbrán, el Centro de Control de Enfermedades de EEUU (CDC por sus siglas en inglés) tiene laboratorios diseminados por todo el extenso país. Al principio tuvo gruesos errores de análisis hasta que pudo poner a punto el kit para el test del Covid-19 en todos sus laboratorios.

Los especialistas en este tipo de enfermedades contagiosas, con la experiencia de los brotes de SARS y MERS, estaban advirtiendo que el sistema estaría colapsado en algún momento. Y cuando hace un mes el gobierno lanzó su presupuesto para el año fiscal hubo renovadas alertas sobre nuevos tijeretazos al presupuesto de los CDC.

Entonces, cuando aun el coronavirus parecía algo lejano, Charles Pierce escribió en Esquire que la propuesta era algo así como un suicidio político. En medio de la pandemia, le preguntaron a Russ Vought, director de la Oficina de Administración del Presupuesto si tocarían algo de la propuesta original que planteaba reducir a la mitad los envíos de dinero del gobierno. “Si me preguntas si estoy enviando una enmienda al presupuesto, no.  No estoy enviando una enmienda al presupuesto”, indicó Vought

En una audiencia con el director de los CDC, Robert Redfield, el congresista republicano Tom Cole recordó sus palabras de hace tres años cuando se opuso a los primeros recortes de Trump: «Le aseguro que es mucho más probable que el presidente tenga que enfrentar una pandemia que un acto de terrorismo en su mandato». No se equivocaba.

Ese fervor por el ajuste en esa área se viene registrando desde la crisis de 2008, pero ahora es crítico. Y entre las últimas justificaciones de Trump para ir a por ese trozo de los egresos oficiales estaba que ese monto sumaba para la construcción del muro en la frontera con México.

Otro asunto que ahora preocupa a muchos es que esta pandemia encuentra al país enfrentado en una guerra comercial con China, que por otro lado detuvo gran parte de su producción por el coronavirus. Según investigaciones del Centro Hastings,de Garrison, en Nueva York, el 80% de los medicamentos consumidos en Estados Unidos se elabora en China.

«No son solo los ingredientes. También son los precursores químicos, los componentes químicos utilizados para fabricar los ingredientes activos. Dependemos de China para que los componentes químicos construyan una categoría completa de antibióticos conocidos como cefalosporinas. Se usan en los Estados Unidos miles de veces al día para personas con infecciones muy graves”, ejemplificó Rosemary Gibson, del Centro Hastings.

Como contrapartida, ya hay quienes miran hacia el gigante asiático con cierta simpatía. «Los estadounidenses no pueden encontrar desinfectante para manos a ningún precio pero el gobierno chino construyó nuevos hospitales en solo una semana». dice la escritora y activista social Margaret Kimberley.

Craig Roberts, que supo ser subsecretario del Tesoro en tiempos de Ronald Reagan, escribió estos días lo que podría ser considerado una herejía en alguien que fue editor del Wall Street Journal y acérrimo liberal. “Para la mayoría de los estadounidenses, la nacionalización es una mala palabra, pero tiene muchos beneficios. Por ejemplo, un sistema nacional de atención médica reduce los costos enormemente al sacar ganancias del sistema. Además, las compañías farmacéuticas nacionalizadas podrían centrarse más en la investigación y la cura que en las vías de ganancias. Todos saben cómo Big Pharma influye en las escuelas de medicina y en la práctica médica de acuerdo con el enfoque de Big Pharma. Un enfoque más abierto a la medicina sería beneficioso”.