Días después de haber desembarcado en el Palacio de La Moncloa en junio pasado, el flamante jefe de Gobierno Pedro Sánchez sorprendió a Europa al abrir el puerto de Valencia para recibir al buque Aquarius, cargado con más de 600 migrantes hambrientos que ya habían sido rechazados por Italia y Francia.

Ese primer gesto colaboró para que más de la mitad de las 62 mil personas que llegaron este año como migrantes irregulares a Europa lo hicieran a través de España. Pero la actitud tolerante no iba a pasar desapercibida para el derechista Partido Popular –que había sido reemplazado por el PSOE tras comprobarse diversos casos de corrupción en sus filas–, parte de la prensa y otros líderes europeos.

Sólo un día después del final de la visita de la canciller alemana Angela Merkel, la semana pasada el gobierno español se negó a recibir a las 141 personas que viajan en la nave y que, según precisa la ONG encargada de su asistencia, se encuentran estables pese a su extrema debilidad y desnutrición. El motivo aludido fue que «España no es el puerto más seguro y hay otras opciones más cercanas para la acogida que deben valorarse». Finalmente el episodio se zanjó cuando Malta autorizó el desembarco y España, Francia, Alemania, Portugal y Luxemburgo aceptaron hacerse cargo de los migrantes que viajan a bordo. El posicionamiento español se produjo tras el encuentro migratorio con Merkel, en el que se puso el acento en la necesidad de mandar un mensaje de unidad y potenciar el reparto justo de los migrantes. Las voces desde la UE al gesto español de junio estuvieron veladas por una crítica más o menos evidente. Sirva de ejemplo la reacción hace sólo unos días del comisario europeo de Migración, Dimitris Avramopoulos, quien envió un mensaje directo a Madrid: «Felicito a España por el ‘Aquarius’, pero no se puede continuar así».

Pero la embestida contra Sánchez comenzó fronteras adentro, cuando al mejor estilo de Marine Le Pen o Matteo Salvini, el presidente del Partido Popular, Pablo Casado, argumentó que «no es posible que España pueda absorber millones de africanos que quieren venir a Europa buscando un futuro mejor».

Una crítica habitual al aumento de inmigrantes en los países de la UE consiste en afirmar que el Estado de Bienestar europeo no puede afrontar la carga que suponen los recién llegados. Se da por hecho que los extranjeros no podrán valerse por sí mismos y tendrán que recurrir a las ayudas sociales existentes. Los datos no demuestran eso. Más bien lo contrario.

Un estudio de La Caixa de 2011 –cuando el porcentaje de habitantes de España nacidos en el extranjero ya había superado el 10%– reveló que los inmigrantes aportan a la economía más de lo que reciben. «Los inmigrantes reciben menos del Estado de lo que aportan a la Hacienda pública», sentencian los autores del estudio. Esa conclusión parece haberse mantenido incluso en los peores momentos de la crisis. Los autores no cuantifican ese resultado, pero subrayan que los extranjeros inyectan a las cuentas públicas «dos o tres veces más de lo que cuestan».

La  edad media de los inmigrantes es muy inferior a la de la población local. El gasto que suponen en pensiones es obviamente reducido en términos relativos, y seguirá siéndolo durante al menos dos décadas. Por la misma razón, hacen un uso muy inferior del sistema sanitario frente a los locales. Si ambulatorios y hospitales no dan abasto con la demanda puede ser por dos razones: falta de inversiones públicas y envejecimiento de la población nacida en España. Ninguna de esas dos razones tiene que ver con los extranjeros.

La llegada de extranjeros en gran número supone de entrada un impacto nada desdeñable en el mercado de la vivienda. Tienen que vivir en algún sitio. Eso es un problema en los países donde el discurso político dominante ha decidido que el Estado no debe construir viviendas, una posición muy diferente a la que existió en Europa en las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial.

Si estos números parecen antiguos, aunque no lo son, los actuales en cuanto a una supuesta crisis migratoria son aún más lapidarios.  Frente al más de un millón de personas que arribaron a Europa en 2015, la llamada «crisis de los refugiados», apenas 62 mil lo hicieron este año.

El número de personas que arribaron en junio y julio de este año a las costas europeas –Italia, Grecia y España– tras jugarse la vida en el Mediterráneo son casi un 40% menos de las que lo lograron en el mismo período del año pasado, cuando los focos no apuntaban a la existencia de una «crisis migratoria» a las puertas de Europa. Si en junio y julio de 2017 entraron de forma irregular un total de 44.513 migrantes a través de las tres rutas, en lo que va de verano (boreal) este año lo hicieron 27.051, principalmente a España, según Acnur.

Sólo en octubre de 2015, 221.454 personas atravesaron el Mediterráneo en embarcaciones precarias. En los ocho meses que van de 2018, lo hicieron 61.841. Desde 2015, cuando algo más de un millón de personas lograron entrar en Europa, el flujo de personas que llegan por mar no hizo más que disminuir año a año: 362.753 en 2016, 172.301 entradas en 2017.

Son muchas las voces que advirtieron de la sensación «injustificada» de alarma que están creando determinados discursos antiinmigración. Entre ellas, la Organización Internacional de las Migraciones (OIM), que salió al paso para decir que Europa está inmersa en una «crisis política, no migratoria». Lo que sí preocupa al organismo de la ONU, dijo su portavoz Leonard Doyle en julio pasado, es «la narrativa tóxica» que prolifera en momentos así contra las personas migrantes. «La percepción de la gente es que está fuera de control», apuntó. «