El inicio de su segundo año de gobierno no sólo indica que Joseph Robinette Biden –más  conocido como el presidente norteamericano Joe Biden– ya gastó la cuarta parte de su mandato, no dejando nada (de lo potencialmente bueno) para la posteridad y ratificando que en ciertas cosas (las vitales, como el respeto a los derechos humanos) aumenta el déficit día tras día. Es el caso del cierre del campo de concentración montado en el territorio cubano de Guantánamo, que la semana pasada también cumplió años, los primeros 20 de una ominosa existencia, y desató una ola de pedidos de los más diversos extremos para que su clausura se haga al fin efectiva, tal como el Partido Demócrata lo promete desde 2009.

Quien carga con el repudio cósmico es Biden, aunque la responsabilidad de la existencia del presidio es del sistema político norteamericano en pleno, con el partido del presidente en primer lugar. Nunca pasó por la cabeza de ningún republicano la idea de hablar, siquiera, del cierre, pero los demócratas tratan de hacerlos corresponsables, todo porque en el Congreso se han negado a votar la entrega de fondos federales para abordar el traslado de los detenidos a cárceles del continente o de países amigos. Pero también hay legisladores demócratas que le han negado el voto.

Reducen todo a un problema económico, y si bien es cierto que Guantánamo es la cárcel más cara del mundo, no es menos cierto que el costo político crece exponencialmente para el país que se autodefine como faro de la libertad. Según The New York Times, las 39 personas que siguen encerradas allí bajo custodia de 1800 soldados, insumen 13 millones de dólares anuales cada una. El cálculo incluye sueldo de militares y civiles, el mantenimiento de las instalaciones (centro médico, cine, comedores, salas de ocio para la tropa) y actuaciones de bandas de música country y rock llevadas desde EE UU. El cálculo no considera “gastos clasificados”, como los agentes de la CIA.

 Los principales organismos mundiales defensores de DD HH, expertos de la ONU, 23 ex cancilleres de América Latina –el secretario general de la OEA, Luis Almagro,  jamás abordó el tema– y hasta altos oficiales que actuaron en los tribunales militares que remedan un juicio a los prisioneros, reclamaron, cada uno por su lado, el “Cierre ya”. “Guantánamo es un lugar de arbitrariedad y abusos, de torturas y malos tratos donde las leyes quedan suspendidas y la Justicia rechazada”, dijeron los relatores de la ONU. “Esa cárcel es una traición fundamental a nuestros valores, es una mancha en la fibra moral” de EE UU”, denunciaron siete ex oficiales que integraron los tribunales militares.

Desde que el 11 de enero de 2002 llegaron los primeros secuestrados/prisioneros que inauguraron el presidio, pasaron 779 hombres de 49 nacionalidades (la mayoría afganos, sauditas, yemenitas y paquistaníes) con edades que van de 13 a 89 años, desde niños hasta ancianos. George Bush envió a sus países de origen a 537 personas, todas por falta de cargos pero tras haber sufrido torturas físicas y psicológicas. Obama transfirió a otras 199 y Trump y Biden, una cada uno. En las dos décadas se “suicidaron” nueve presos, casualmente todos ahorcados en su propia celda y con las manos atadas a la espalda. De los detenidos que permanecen, 28 no están acusados de nada

Una investigación de la de la Universidad católica de Seton Hall (Nueva Jersey) determinó que al menos el 55% de los prisioneros nunca participó en ningún acto hostil contra EE UU y sólo el 8% tuvo alguna relación con Al Qaeda u otra organización islámica. Tras el persistente silencio de Biden ante denuncias, investigaciones y pedidos de clausura del presidio, el 14 de enero se supo que el Pentágono inició la construcción de una segunda sala de audiencias para los juicios en Guantánamo, lo que sugiere que el gobierno demócrata no tiene planes para cesar las operaciones de su campo de concentración.

La entrega efectiva a EE UU del territorio cubano situado en la sudoriental bahía de Guantánamo se concretó en febrero de 1903, pero esta breve parte de la historia antillana había comenzado a finales de 1901, nada en aquellos años revueltos en los que la codicia, la prepotencia y la impudicia norteamericanas ya hacían y deshacían en Cuba. El traspaso de esa posición estratégica fue el primer logro “legal” derivado de la Enmienda Platt –un texto votado por el Congreso de EE UU para que Cuba incorporara, sí o sí, en su nueva Constitución–, el acto de entrega que selló “el comienzo de una larga amistad” que fue truncada poco más de medio siglo después. La imposición, nacida de la inventiva del senador republicano Orville Platt, le dejó a Cuba “poca o ninguna independencia, y lo único indicado ahora es buscar su anexión”, decía el general Leonard Wood, interventor en la isla. Para él era “evidente que Cuba está en lo absoluto en nuestras manos (…). Con el control que sin duda se convertirá en posesión, en breve controlaremos el comercio de azúcar en el mundo, la isla se americanizará gradualmente y, a su debido tiempo, contaremos con una de las más ricas y deseables posesiones que haya en el mundo”. Si no fuera por la revolución de 1959, el sueño de Platt y Wood sería hoy una realidad tan lacerante como la de la prisión.