Una vez conquistada Kabul, los talibanes van por el reconocimiento internacional. Lo necesitan de forma urgente para legitimarse y dar algo de estabilidad a un país que durante dos décadas permaneció bajo ocupación estadounidense. Por eso esta semana el grupo islamista prometió moderación y sus posibles socios, guiados más por el pragmatismo que por la confianza, apuran las negociaciones con los vencedores.

Las monarquías árabes del Golfo Pérsico, las potencias regionales como Irán y Pakistán y dos grandes jugadores globales como China y Rusia, apuestan por transformar a Afganistán en una plataforma desde la cual proyectar su influencia en Asia Central. “De los acuerdos que logre en el plano internacional dependerá la supervivencia del régimen. Hay un aprendizaje en la capacidad comunicativa de los talibanes para lograr aceptación hacia afuera”, explica la politóloga María Constanza Costa, experta en Medio Oriente.

Mientras pactaba con los delegados estadounidenses la retirada de las tropas extranjeras de Afganistán, la dirigencia talibán instalada en Doha abría vías de contacto con Beijing y Moscú. Buscaba garantizar los fondos y la protección indispensables para el régimen. El vacío dejado por EE UU se presentaba entonces como una oportunidad inmejorable, aunque todavía domina la incertidumbre entre los interlocutores. “A China le preocupa que Afganistán se convierta en una base para los uigures que luchan por la independencia de la región mayoritariamente musulmana de Xinjiang, ubicada en la frontera. Igual que con los rusos, los talibanes se comprometieron a que el territorio afgano no se va a utilizar para participar en actos contra China”, apunta Costa, que a su vez subraya el interés de Beijing en la explotación de la riqueza mineral de su vecino.

El historiador Gabriel López coincide con esta lectura: “China necesita que sus operaciones estratégicas puedan garantizarse y en función de esto tendrá un rol central en la contención del régimen talibán”. A pesar de los temores lógicos, Rusia también se va acostumbrando a la idea del nuevo liderazgo afgano. De hecho, el gobierno de Vladímir Putin participó en marzo de la llamada troika ampliada junto a EE UU, China y Pakistán con el objetivo de asegurarse una transición pacífica en Afganistán. Una quimera que acabó de destruirse hace una semana.

Moscú reclama a Washington “no haber hecho su trabajo” para derrotar al movimiento talibán, prohibido en Rusia. Sin embargo, los estadounidenses acusaron a los rusos de apoyar con dinero e inteligencia a los integristas para contrarrestar su influencia en Kabul.

Al respecto, el profesor de Historia Contemporánea de la UBA afirma que “el interés de Rusia es mantener su esfera de dominio en las repúblicas de Asia Central -Tayikistán, Uzbekistán y Turkmenistán- y que se mantengan libres de la influencia del fundamentalismo islámico”. Agrega que la reactivación de ISIS, enemigo en común de talibanes y Rusia, termina por acercarlos.

La irrupción de los talibanes obligó a los países de la región a recalibrar sus respectivas estrategias. Pakistán pretende seguir de cerca los pasos del grupo islamista, en parte porque cuenta con una considerable población pastún “y la idea de los talibanes es formar un emirato musulmán compartiendo territorio con el norte de Pakistán” donde habita esta etnia, según Guido Luppino, sociólogo especialista en Oriente y el mundo islámico.

Pero Pakistán compartió por décadas el patrocinio de los talibanes -que gobernaron Afganistán entre 1996/2001- con Arabia Saudita, Emiratos Árabes y Qatar.Los une una interpretación fundamentalista del islam sunita que los saudíes promovieron a través de una red de madrazas o escuelas religiosas en la zona.

“Pakistán, el otro gran país islámico no árabe en la región, tiene la frontera más extensa con Afganistán. Es más que porosa: prácticamente hay una continuidad entre un país y otro. La política pakistaní siempre fue ambigua: es socio de EE UU y al mismo tiempo dio refugio a Al Qaeda y a Bin Laden”, observa López. Y sostiene que Islamabad “juega un doble rol para controlar a los talibanes”, ya que la retirada de Washington pone “el mayor peso de la estabilidad del régimen talibán en sus espaldas”.

En tanto, Irán optó esta vez por un acercamiento diferente con los talibanes, y mantiene una relación marcada por la rivalidad de las facciones musulmanas. Luppino explica que la enemistad se debe a que “Irán es chiita y los talibanes son sunitas”, si bien “ambos son anti estadounidenses”.

La frontera de casi mil kilómetros que comparten se mueve entre el tráfico humano y el de heroína, y la posibilidad de un futuro caótico en Afganistán inquieta a los iraníes. Quizás por esta razón, Teherán apenas tardó en reconocer el protagonismo de los nuevos amos de Kabul. La Guardia Revolucionaria y la fuerza Quds -la inteligencia militar iraní- han mantenido una presencia clandestina en Afganistán para contener potenciales avances talibanes hacia su territorio y dar apoyo a las milicias que resguardan los intereses de la República Islámica en el exterior.

Turquía es otro país que no quiere quedarse afuera. El presidente Recep Tayyip Erdogan sueña con extender su poder en lo que fue el antiguo imperio otomano y se empeña en gestionar el aeropuerto de Kabul, en medio de las evacuaciones y el caos generalizado. Se ofreció a hacerlo ante EE UU, su socio de la OTAN, y ahora vuelve a intentarlo con los talibanes. Un gesto del mandatario turco que exhibe la capacidad de adaptación de las partes, pero también la interdependencia con el grupo integrista. Todos ensayan la mejor convivencia posible. Y para la dirigencia talibán se trata de un buen comienzo. «