Hasta el 6 de marzo próximo, tras dos meses de un hiriente regreso a lo que fue parte de lo más oscuro de su oscuro pasado colonial, Bélgica revive en estos días uno de los episodios más insultantes de su historia: la reinauguración del primer zoológico humano belga. En 1897 los bucólicos jardines del municipio flamenco de Tervuren, donde Leopoldo II montó la Exposición Universal de Bruselas, albergaron también esa macabra muestra con la que el monarca quería decirle al mundo por qué los hombres blancos, superiores, debían colonizar todo aquello que no fuera Europa. El formidable éxito económico –inversiones y negocios– del zoo humano llevó a que el monarca ordenara luego la construcción del fastuoso Musée Royal de l’Afrique Centrale. Allí se revive hoy aquel capítulo.

Leopoldo II, un megalómano que sostenía que su país le quedaba chico, consiguió que en los repartos coloniales del siglo XIX le tocara a él en persona, no a Bélgica, un inmenso territorio de África. Durante décadas el Congo fue gestionado como una finca de Leopoldo II. En los jardines de Tervuren, aprovechando la Exposición de 1897, el monarca montó una réplica de tres aldeas africanas. Sus habitantes eran 296 congoleños exhibidos como “pueblos inferiores en estado natural”. Entre otras atrocidades, decenas de jóvenes eran obligados a posar, al atardecer de cada día, para que el supuesto escultor Arsène Matton les tomara el molde volcando yeso caliente sobre sus caras. Un millón de blancos pagó para disfrutar de la muestra y hasta “acariciar a esos negritos”, decía la prensa de la época.

“Zoos Humanos”, la muestra actual, “busca reparar la memoria de las personas exhibidas en aquellos eventos y aspira a romper los mitos de la colonización”, intenta explicar el antropólogo Maarten Couttenier, uno de los curadores de la feria. El científico dice que, 125 años después y sin los 300 congoleños obligados a “actuar” en el siglo XIX, “se analiza el fenómeno de las exhibiciones humanas en un intento de revisar el pasado y deconstruir el racismo, deshacerlo analíticamente para darle una nueva estructura”. Para lograr tal objetivo la exposición recupera imágenes y usa materiales que sirvieron para reproducir estereotipos racistas: desde un gran poster que compara el cuerpo de un africano con el de un simio, hasta un compás usado para medir el cráneo de los congoleños.

Couttenier insiste en darle una explicación racional al uso de las imágenes de la propaganda colonial, pero no logra explicar por qué el período elegido para el nuevo montaje y su duración reproducen en tiempo y forma, oh casualidad, aquellos momentos de 1897. “Algunos pueden pensar que así reafirmamos el racismo, pero creo que necesitamos estas imágenes para superarlo en un futuro”. El curador asegura que los zoológicos humanos no eran una particularidad belga, como si de un vino o una variedad de queso se tratara, sino que “fueron un fenómeno occidental” del que, según estima, participaron más de 1500 millones de europeos entre los años 1810 y 1940, un período en el que 30 mil personas fueron usadas como animales “a los que hasta se podía darles de comer en la boca”.

Londres, París, Barcelona, Viena, Madrid, Dresden, Dublín, Marsella, Amberes, Lovaina, Lieja y, cruzando el Atlántico, Boston y New Hampshire (ver aparte), faros de la cultura occidental desde el siglo XVIII, fueron los abanderados de la barbarie. La capital francesa, por ejemplo, vio nacer su primer zoo junto con la célebre Torre Eiffel, en la Exposition Universelle de París de 1889, y la Barcelona que ya era líder de la industria editorial tenía cada tres años su exposición de seres humanos. Su curador era el domador alemán Karl Hagenbeck, cotizado por su manejo del negocio circense. Hagenbeck era hombre de consulta. Él fue quien supervisó el traslado de 11 fueguinos y mapuches secuestrados por un pesquero belga y llevados encapuchados desde Argentina hasta el puerto de Amberes.

El nazismo de Adolf Hitler tuvo sus ancestros en las grandes capitales europeas que, como el régimen alemán, se valieron de disciplinas pseudo científicas para establecer un orden de superioridad entre las razas y así justificar las acciones dominantes, el colonialismo, de las “poblaciones puras llamadas a civilizar a los individuos inferiores”. La frenología y la fisiognomía básicamente. La primera es una teoría sin validez científica que sostiene que el carácter y la personalidad de las personas y sus tendencias criminales son determinados por la forma del cráneo. La segunda trata de inferir los caracteres psicológicos mediante la observación de los rasgos corporales de los individuos, especialmente del rostro.

El desarrollo del negocio de los zoos humanos se inscribió en una visión general en la que los blancos, superiores, estaban llamados a dominar el mundo. En el último cuarto del siglo XIX Sudamérica era un polo de atracción y, para evitar la emigración de mano de obra, la incipiente industria francesa, por ejemplo, buscaba desalentar a los jóvenes vendiéndoles relatos alucinantes sobre estos confines. En “Les Aveyronnais dans la Pampa”, becarios de la Université de Toulouse cuentan cómo se describía al oeste bonaerense para desalentar a quienes se preparaban para colonizar Pigüé. Sin referencias a la previa matanza estatal de la llamada Conquista del Desierto, Le Journal de l’Aveyron presentaba a Argentina “como tierra estéril habitada por hordas de caníbales, animales salvajes y monstruosas serpientes que todo lo devoran. Tierra de engaño para europeos hambrientos de horizonte”.

En EE UU también: la historia de Ota Benga

En estos tiempos de disculpas en los que todos tratan de expiar sus inexpiables culpas, sólo los retazos de la United Fruit, la muy vigente Santa Madre Iglesia o la corona de España siguen resistiéndose a ensayar algún hipócrita mea culpa por la paternidad en las matanzas de las plantaciones, las masacres del Cóndor y la Doctrina de Seguridad Nacional o el genocidio de la Conquista. Se quedaron solos, después de que en 2020 el Zoo del Bronx de Nueva York admitiera uno de sus “pecados” más aberrantes. En agosto de 2020, 114 años después de haber exhibido a un adolescente pigmeo en la jaula de los monos, presentándolo como “el último antropófago”, la Wildlife Conservation Society (WCS), dueña del Zoo, admitió que había “lucrado mostrando al congoleño Ota Benga como si fuera un animal”.

Si bien el museo del rey belga Leopoldo II o el célebre Museo del Hombre de París –donde fueron exhibidos, enjaulados, los últimos cuatro charrúas orientales– encabezaron la lista de las barbaries, la historia de Ota Benga muestra que en el capítulo de las aberraciones Estados Unidos tuvo también un rol protagónico. Benga fue secuestrado en África por el predicador Samuel Verner, que lo presentó en la Feria de 1904 en Saint Louis (Missouri) y, tras haber recolectado una fortuna, lo transfirió a la WCS. En el Zoo del Bronx compartió jaula con el orangután Dohang entre el 9 y el 28 de setiembre de 1906, cuando la muestra fue levantada en medio de un escándalo. El cartel de la convocatoria decía que “el caníbal africano puede ser visto cada tarde de setiembre, excepto los domingos para no herir la sensibilidad cristiana”.

La exhibición fue bendecida por los claustros de Princeton (New Hampshire) y Harvard (Massachusetts) por su “alto valor educativo”. El The New York Times (The Gray Lady para sus fieles lectores) admitió que no entendía “las razones de la polémica entablada” y destacó  que “los pigmeos están muy abajo en la escala humana, por lo que decir que Benga estaría mejor en la escuela que en una jaula ignora que la escuela sería un lugar de tortura para él”. En agosto de 2020 el WCS pidió perdón, tras definir a Benga como “víctima de la intolerancia racial”. Hasta la Nochebuena pasada las universidades y el diario ignoraron que el 15 de diciembre de 1910 el adolescente se había suicidado, volándose los sesos con un arma fabricada por la Smith & Wesson en sus talleres de Springfield, Massachusetts.