Hacía mucho que sectores de las sociedades latinoamericanas no iban a golpear a las puertas de los cuarteles para pedir que derriben un gobierno elegido democráticamente. Cierto que desde hace semanas el presidente de la Asamblea Nacional, Julio Borges, y el vicepresidente, Freddy Guevara, venían reclamando que los militares echen a Nicolás Maduro. Y Borges se había reunido con el almirante Kurt Tidd, jefe del Comando Sur de EE UU. Este viernes, un grupo al que las agencias hegemónicas nuclearon bajo el concepto universal de «la oposición», («muchos menos que en días anteriores», reconoció un cable de AFP), se acercó a Los Próceres, zona militar de Caracas, para pedir la intervención militar contra el presidente bolivariano. 

El miércoles, el gobierno de Michel Temer firmó un decreto llamando a las fuerzas armadas para reprimir manifestaciones que pedían elecciones directas para terminar con el caos político generado por el golpe institucional contra Dilma Rousseff. Pero a las 24 horas el mismo Temer tuvo que emitir otro decreto eliminando el anterior. Las críticas habían sido feroces. 

En 2008, el presidente mexicano Felipe Calderón firmó con George W. Bush la Iniciativa Mérida. Lo que había comenzado como «una guerra al narcotráfico» derivó en una espiral criminal que ya se llevó la vida de más de 150 mil personas. Las muertes de periodistas no son sino la mínima punta de un enorme iceberg sangriento. 

El modelo mexicano había seguido el Plan Colombia, que firmaron en 1999 los presidentes Andrés Pastrana y Bill Clinton, también con la excusa del narcotráfico. Pero en este caso con la mira en derrotar a la guerrilla de las FARC y el ELN. En los primeros años, el crecimiento de la violencia fue tan espeluznanteque se llegó a decir que 800 mil personas había sido víctimas en mayor o menor grado de este desborde. Para colmo, se desplegaron siete bases militares en territorio colombiano que representan una amenaza para el subcontinente. 

Finalmente, y a instancias de Hugo Chávez, Néstor Kirchner y Lula da Silva, Juan Manuel Santos aceptó una mesa de dialogo con la insurgencia para poner fin a más de medio siglo de luchas internas. Esos gobiernos habían denominado a Latinoamérica como»tierra de paz».

La derecha venezolana, que nunca fue un dechado de virtudes democráticas ni humanitarias, viene incrementando la violencia contra el gobierno de Maduro. A esta altura –llegaron a quemar la casa en que vivió Chávez– el parangón con lo que ocurrió en Libia, Siria y en Ucrania desde 2011 es cada día más evidente. 

Allí también grupos neofascistas comenzaron a generar un caos cada vez mayor que, ante la respuesta de las autoridades, generó mediáticamente la sensación de que esos gobiernos estaban en manos de criminales enloquecidos de poder que no dudaban en violar Derechos Humanos con tal de perpetuarse. 

El resultado es que esos tres países están inmersos en el caos más absoluto. Libia se puede decir que dejó de existir tras el asesinato de Muhammar Khadafi; Ucrania está partida en dos y en Siria el gobierno de Bashar al Assad se mantiene con el apoyo de Rusia en una guerra civil que parece no tener fin.

Hasta hace un par de años, un escenario similar en América Latina podía parecer un delirio. Sobre todo desde que la situación colombiana se encaminaba a la pacificación total tras los acuerdos con las FARC.

Pero a la muerte de Chávez, Venezuela padece ataques brutales de los medios, de instituciones como la OEA –que nada dice sobre la situación mexicana y la crisis brasileña- y de gobiernos que poco tienen para hablar de valores democráticos, como el de Mariano Rajoy sin ir más cerca. 

Inocentemente se podría decir que el caos no conviene a nadie y que debería haber alguna posibilidad de encausar estos procesos. Pero los planes del Pentágono y del Departamento de Estado –con Donald Trump como antes con Barack Obama, Clinton o Bush– determinan que para mantener el estatus imperial, todo lo que no pueda dominar EE UU debe ser destruido, al modo de Cartago por los romanos. La estrategia de caos es el primer paso. 

Si no aparece nadie «potable» como para capitalizar el desencanto, que al menos nadie crea en nadie, cosa de que a mar revuelto sigan ganando los pescadores de siempre. Y si esto no se puede, que se generalice el reclamo de intervención militar, ya sea local o del exterior. Por eso Borges se junta con Tidd y golpea en los cuarteles. «