Buena parte de los emigrantes que desde este hemisferio logran colarse en Estados Unidos no salen ni de México ni del Triángulo Norte centroamericano (Guatemala, Honduras y El Salvador). Llegan desde todos los continentes y, traficantes mediante, entran a Colombia por sus permeables fronteras marítimas o terrestres para seguir hacia el noroeste, el Tapón del Darién, la selva de 574.000 hectáreas que comparte con Panamá. No existen datos estadísticos, pero se estima que en los primeros cuatro meses de este año pasaron por la jungla unos 17.000 migrantes asiáticos, africanos y caribeños, que les reportaron a los “coyotes” alrededor de un millón de dólares semanales.

Teóricamente la frontera de Colombia con Panamá estuvo cerrada durante 14 meses y hasta la semana pasada, cuando el gobierno de Iván Duque anunció, sin aviso ni consulta previa, que reabriría todos los pasos, algo así como una invitación a la muerte para esas 10.000 personas que aguardaban, ansiosas, para intentar el cruce de Darién. Es gente de Senegal, Bangladesh o las Antillas, engañada por los coyotes. El ministro de Seguridad de Panamá, Juan Pino, dijo que al recibir al primer grupo de migrantes –11.370 personas, de ellas 1240 niños– se logró detener a 23 traficantes colombianos, y agregó que por los relatos de los que lograron cruzar se supo de “la muerte de mucha gente, entre ellos 12 niños”.

Las primeras noticias sobre el uso de Darién para hacer el viaje final a Estados Unidos, datan de fines de la década inicial del siglo. Sin embargo, la situación cobró una entidad preocupante en este último quinquenio, después de que en 2016 los rebeldes de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y el gobierno del entonces presidente Juan Manuel Santos firmaran un acuerdo de paz. Para los analistas de la realidad regional, la razón es una sola. Al desarmarse y abandonar sus antiguos bastiones territoriales, la guerrilla dejó un espacio vacío que fue rápidamente ocupado por paramilitares y narcotraficantes, ante la mirada pasiva, cómplice, del Estado.

La ministra de Relaciones Exteriores panameña, Erika Mouynes, no “compró” el discurso de su par colombiano, tildado por lo menos de hipócrita por la dirigencia regional. Al anunciar la intempestiva reapertura fronteriza, el gobierno había dicho que se hacía “con el deseo de avanzar en medidas que ayuden a la reactivación económica de nuestras zonas de frontera”. Mouynes dijo que “no es nada fácil dialogar con los vecinos”, admitió que el problema es de tal magnitud que Panamá no puede resolverlo solo y, sin rodeo alguno, condenó el papel del secretario general de la OEA, Luis Almagro, “ausente de las grandes cosas cuando más se necesita una activa participación del organismo”.

La OEA, centrada exclusivamente en una actitud de hostigamiento constante a Venezuela, nada dijo hasta ahora y “Almagro no escuchó el pedido panameño de intervención, cuando podría interceder ante su amigo, el ultraderechista Iván Duque, para que asuma una actitud responsable y controle los movimientos de los traficantes de migrantes en su territorio”, dijo el académico panameño Nils Castro, citado por la agencia Prensa Latina. Diplomáticamente, el Consejo Noruego para los Refugiados, presente en ambos países, dice exactamente lo mismo.

Mouynes también reafirma los dichos de Castro e insiste en la actitud de su gobierno de no impedir ni el ingreso ni el deseo de los migrantes de continuar con su intento de llegar a la meca norteamericana. “Queremos cumplir con el compromiso humanitario de atenderlos para que puedan seguir su camino, pero precisamos ayuda”, repite la canciller. Aunque los migrantes sólo quieren seguir hacia el norte, al estar cerradas las fronteras con Costa Rica y Nicaragua se agrupan en Panamá y crean una situación explosiva en los dos poblados, pobres y pequeños, donde el gobierno los acoge y les da comida, ropa y atención médica primaria. Esa situación se manifiesta en la aparición de las más perversas formas de la xenofobia. “O los saca el gobierno o los sacamos nosotros”, amenazan los pobladores.

Kamala y la respuesta que conoce de sobra

Ahora que la emigración se consolidó como el gran ítem de la agenda global y cada día le entrega al mundo episodios de una desgarrante realidad, Estados Unidos decidió averiguar lo obvio. El más grande productor y receptor del dolor ajeno quiere saber qué lleva a millones de seres a dejar su tierra, su gente y su cultura para conseguir un nuevo lugarcito en el mundo, donde lo aguardan para limpiar los desechos de sus borracheras o destapar las cloacas de sus grandes ciudades.

Para eso la vicepresidenta Kamala Harris fue a Centroamérica, a desentrañar por qué esa gente se tomó la costumbre de ir a la gran potencia. Partió el lunes 7 hacia Guatemala, y tras una escala en México, el miércoles 9 estaba de regreso. Sólo se sabe que sólo habló sobre cómo reprimir a esos molestos visitantes que llegan sin pedir permiso. Tuvo la sensibilidad, eso sí, de admitir que “la mayoría de esa gente no quiere irse de su casa, no quiere dejar el lugar donde creció su abuela, el lugar donde reza, donde hablan su idioma”.

Para esos parias que se tienen que ir a rezar a otra parte, Harris explicó que la Casa Blanca les creó la Fuerza de Tareas Alpha. Con ella “buscamos mejorar la aplicación de nuestras leyes contra los grupos de trata de personas y juntos podremos combatir esta amenaza donde se origine. Los líderes –agregó– debemos darle a la gente un hálito de esperanza, convencerla de que la ayuda está en camino, de que hay una razón para quedarse y tener esperanzas en el futuro». De desarrollo y fuentes de trabajo, de eso no se habla.