La primera impresión que se tiene al llegar a la cuna de la revolución rusa, San Petersburgo, es que busca aceleradamente dejar atrás ese período que comenzó hace justo 100 años. Las calles de la capital imperial están atestadas de gente y los negocios lucen a pleno. Las grandes marcas occidentales están en todos los escaparates y eso se ve incluso en la vestimenta de los jóvenes. Es cierto que este fenómeno no es nuevo, pero hay que imaginarse lo que pasaría si a uno lo dejaran con los ojos tapados en la avenida Nevsky, aquella por donde hace un siglo desfilaban las multitudes para celebrar la toma del poder por los bolcheviques. Solo se daría cuenta de que está en Rusia por los caracteres cirílicos de los carteles luminosos. Por la rara tipografía que sigue a la M característica de McDonalds, por el extraño grafismo que acompaña al símbolo de Starbucks. ¿Pero por dónde andarán las huellas de aquellos 74 años de intensa historia? 

Víctor Jeifets es historiador e investigador en la Universidad de Estatal de San Petersburgo en temas de Latinoamérica. Camino a un bar que podría ser cualquiera de cualquier parte del mundo para hablar con Tiempo, en el barrio donde pasó sus últimos años el escritor Fedor Dostoievsky, dice que parte de la tradición soviética sigue en las calles. Solo que hay que buscarlas.

Por ejemplo, en los nombres y en estatuas, como las de Lenin, que permanecen sin mella. Otras, es cierto, fueron quitadas, pero resulta ser que había una sobreabundancia de copias que incluso eran de mala calidad. De hecho, si bien la ciudad recuperó su nombre de San Petersburgo tras un referéndum en 1991, el oblast o región a la que pertenece se sigue llamando Leningrado. 

Pero se ven situaciones curiosas. El palacio de la bailarina polaca Matilda Kshesínskaya, amante del zar Nicolas II y otros nobles de alto rango, donde Lenin se instaló tras la revolución de febrero y hasta abril de 1917, fue durante el período soviético Museo de la Revolución. Ahora es el Museo Estatal de Historia Política de Rusia. Un eufemismo para ocultar rispideces y donde ahora el sesgo de sus exhibiciones es hacia una visión más amable con la monarquía de los Romanov.

Por eso Jeifets dice, ya sentado en un taburete del ruidoso localcito donde se hace la entrevista, que es cierto que hay incomodad en la celebración de los 100 años para las autoridades nacionales. “No pueden olvidar por completo a la revolución, porque hay una parte importante de la sociedad para la cual fue parte de su historia personal”. ¿Entonces?

“El gobierno no puede decir ya cerramos este capítulo, por eso es que festejos hay, pero al mismo tiempo es Centenario pero sin Revolución. Todo está, pero nada está”. 

Gran parte de los habitantes de ese extenso país nacieron luego de 1991 o eran muy chicos en esa caótica época de transición. No tienen cómo comparar este de ahora de consumismo con aquel del comunismo como no sea con los recuerdos, sospechados de subjetivos, claro, de padres y abuelos. El académico corrobora ciertos comentarios de pobladores locales que vivieron la era soviética y tienen algo para comparar. Y en cierto modo cuestiona la liviandad con que toman por naturales cuestiones que tienen su pequeña explicación.

“Muchos deslegitiman ese pasado reciente, lo que para mí es un error porque la gran herencia social, las leyes laborales, de salud y educación, son herencia de la revolución”, dice Jeifets, para luego detallar cada una de las conquistas que permanecen en la cultura rusa y no nacieron de la nada sino de las legislaciones soviéticas que, a duras penas durante mucho tiempo, sin embargo se mantienen.

En momentos en que América Latina ve cómo gobiernos democráticos y no tanto buscan arrasar con las conquistas obreras de añares, Jeifets, que conoce la región, resalta que la jornada de ocho horas no se cambió, que los trabajadores tienen derecho a vacaciones y una jubilación digna y que los hombres se retiran a los 60 años y las mujeres a los 55. “No se gana en proporción lo que se ganaba durante la era soviética, porque el rublo se devaluó mucho, pero el Estado se sigue haciendo cargo de eso”. 

En cuanto a la salud, cuenta una anécdota que refleja hasta dónde llega la cobertura. Jeifets está casado con una mexicana y tienen dos hijas que, además, y por ese matrimonio internacional, son bilingües desde la cuna. Ya verán de qué manera podrán aprovechar de esta ventaja en el futuro. “Cuando nació nuestra primera niña mi mujer no lo podía comprender: a los tres días vino una enfermera de la policlínica a nuestra casa. Es obligación ir para ver en qué condiciones vive el recién nacido y si necesitábamos algo. No la habíamos llamado, es así como funciona. Además, tu puedes llamar a un médico a su casa para que te atienda en cualquier urgencia”. 

Con la educación pasa algo parecido. Los chicos reciben casi todos los libros en forma gratuita y tienen garantizada la enseñanza hasta la universidad. Allí deberán revalidar y según los puntajes que hubieran logrado en los tramos previos, tendrán una subvención estatal. Caso contrario, puede acceder pero mediante un pago.

Hay una gran proliferación de publicaciones y hasta debates en los medios sobre el significado de aquella gesta. Muchos son publicaciones de libros de historia hechos luego de la revolución, quizás la mayoría son de los que hablan de los sectores desplazados en octubre del ‘17 o, como dice Jeifets, “de cómo Lenin traicionó a la revolución y cosas así, es decir, panfletos a favor y en contra pero no libros de Historia”. 

La carencia de investigaciones académicas serias sobre ese pasado tan reciente para una nación como la rusa, que lleva más de 1100 años, genera el olvido sobre de dónde vino este presente. Para los más jóvenes, toda esa etapa es como una película sin vinculación con el día a día. “Creen que lo que tienen estuvo desde siempre y no es así. En esos detalles cotidianos está la revolución. Esas leyes no estaban antes del ‘17”, resume el historiador. «