El cambio de época que experimenta la región de la mano de gobiernos de corte liberal, de derecha, alineados con el poder económico, permeables a las demandas de los sectores más concentrados y que, en suma, procuran desmantelar todos los avances en materia de derechos básicos de la última década, que vieron el crecimiento de los sectores populares y la industria, un escenario de ascenso social y un marcado sesgo soberanista, no parece ser definitivo ni imposible de revertir, al menos parcialmente.

Algunos de estos gobiernos latinoamericanos fueron elegidos en las urnas, como en Chile en las recientes elecciones ganadas nuevamente por el empresario de derecha Sebastián Piñera, que cortó la intención de continuidad de la coalición de centro izquierda Nueva Mayoría. En Perú, con Pedro Pablo Kuczynski, forzado a renunciar por un escándalo de corrupción, pero con continuidad en la figura de su vicepresidente Martín Vizcarra. Incluso en Paraguay, donde el conservador Partido Colorado triunfó en las elecciones de abril en un proceso que no puede desconocer la herida abierta por el golpe institucional contra Fernando Lugo en 2012.

En ese sentido, el caso de Brasil es el más significativo, donde Michel Temer se sostiene después de asumir tras el golpe contra Dilma Rousseff, a pesar de tener una pésima imagen y de generar una convulsión social producto de sus medidas antipopulares, que el Partido de los Trabajadores (PT) promete desandar en caso de regresar al poder. Todos estos gobiernos, a los que se suman entre otros los de la Argentina y Colombia, actúan en conjunto para definir políticas y posicionamientos regionales, en desmedro de bloques existentes como el Mercosur y Unasur (ver aparte) y en coincidencia con los designios de los Estados Unidos, lo que se refleja no sólo en políticas internas sino también en las intervenciones en la Organización de Estados Americanos (OEA) y en las declaraciones del Grupo de Lima. Si existe un nuevo Plan Cóndor en la región, orquestado por el Departamento de Estado de EE.UU. y los grupos económicos dominantes que financian actividades contra gobiernos y exgobiernos, como creen dirigentes y analistas, los mencionados hacen los deberes con denodado entusiasmo.

Pese a esto, los movimientos populares en los distintos países, sobre todo aquellos donde se dieron procesos intensos, siguen tratando de construir la vuelta. El caso de Brasil es emblemático: la prisión y persecución judicial contra Lula da Silva no pueden frenar la arrolladora intención de voto a favor del PT. En Paraguay, el Frente Guasú trabaja en silencio para reflotar a Lugo, lo mismo que en Honduras, donde el partido del derrocado Manuel Zelaya arañó el primer lugar en las últimas elecciones, en un resultado turbio y con acusaciones de fraude. Incluso en México, tras años de una gestión del PRI que volvió a decepcionar, se alza con grandes posibilidades el progresista Andrés Manuel López Obrador para las elecciones del 1° de julio.

En  Colombia, mientras se distribuye esta publicación, se define una partida crucial entre la extrema derecha y la izquierda, representada esta última por Gustavo Petro, quien forzó al candidato del expresidente Álvaro Uribe, Iván Duque, a ir al balotaje, algo inusitado en ese país “condenado a elegir entre un candidato de derecha y otro de extrema derecha”, como suelen decir los intelectuales colombianos.

Distinto es el caso de Ecuador, donde el electorado apostó a la continuidad de la Revolución Ciudadana, pero el presidente Lenín Moreno dio un giro de timón “dialoguista” con sectores de poder y provocó una crisis dentro de Alianza País, ubicando a su antecesor Rafael Correa fuera del oficialismo y ahora, tras una consulta popular, sin posibilidades de presentarse a elecciones futuras. A Correa, quien sigue expresando un espacio multitudinario, le queda reconstituir su espacio por fuera del aparato estatal y apostar al crecimiento de alguno de los cuadros significativos que le siguen siendo leales.

Gobiernos como el de Evo Morales, en Bolivia, y Nicolás Maduro, en Venezuela, se mantienen en pie pese al desgaste natural de procesos largos y muy golpeados por ataques internos y externos, y en el caso de Venezuela, por una debacle económica que debe resolver urgentemente, pero que no le impidió vencer la parada en términos políticos. Tras las sangrientas protestas del año pasado, promovidas por la oposición de la Mesa de Unidad Nacional (MUD), Maduro convocó a la Asamblea Nacional Constituyente, un organismo de suprapoder contemplado en la Constitución Bolivariana.

El primer error de la MUD fue desconocer la convocatoria y no participar, apostando a la ilegitimad y a la nulidad de hecho, basada en la abstención y la eventual proscripción de estados extranjeros. Pero el electorado venezolano votó masivamente y la Asamblea Constituyente fue creada sin participación de la oposición más extrema. Lo mismo ocurrió en las elecciones presidenciales del pasado 20 de mayo, que la MUD reclamaba como una de sus banderas. Cuando el ánimo popular empezó a reflejar una posible victoria del oficialismo, algo impensado meses atrás, la oposición declaró ilegítimos los comicios y llamó a la abstención, autoexcluyéndose del proceso. Maduro ganó con cerca del 70% de los votos y una participación del 46% del padrón, cifras considerables en ese contexto, más teniendo en cuenta que en Venezuela el voto es optativo.

El caso venezolano ha sido una suerte de catalizador para los gobiernos que aspiran a encolumnarse con el norte. Quedó demostrado en la última Asamblea Ordinaria de la OEA del 4 y 5 de junio pasados, donde por iniciativa del gobierno estadounidense y con el acompañamiento de la Argentina, Brasil, Canadá, Chile, México y Perú, se intentó aplicar la Carta Democrática y suspender a Venezuela. Por mayoría simple de 19 votos, se aprobó una declaración que insta a los miembros a tomar esa decisión, pero para tener aplicación debe ser aprobada por 24 naciones, según el reglamento. No pasó, por tanto, de una mera declaración. En la reunión se sometió también a debate la crisis en Nicaragua, donde luego del rechazo furibundo de las cámaras empresarias, el presidente Daniel Ortega levantó una medida que modificaba la alícuota que tributan las empresas al ente de previsión social. Sin embargo, las protestas crecieron y ahora la oposición pide la renuncia del mandatario por las numerosas muertes producidas durante las manifestaciones, en episodios de represión y acción de grupos parapoliciales. La posición de la OEA hacia Nicaragua es por el momento moderada, aunque hay una clara intención de plantear un “eje” entre los dos países.

El documento contra Venezuela desconoce la legitimidad del último acto electoral y su resultado, y llama a “aplicar” los mecanismos para “la preservación y la defensa de la democracia”. Fue el propio Mike Pompeo, secretario de Estado norteamericano, quien propuso la “suspensión”.

Varios de los cancilleres de los países del Grupo de Lima dirigieron sus discursos a criticar al “régimen chavista”. El GL constituye un encuentro de 12 naciones cuya reunión fundacional fue en la capital de Perú y que tuvo por único objeto rechazar la convocatoria a elecciones en Venezuela, además de sostener la negativa a invitar a Maduro a la reunión de la Cumbre de las Américas y reclamar sanciones, principalmente de los Estados Unidos, contra ese país. El grupo carece de institucionalidad. No puede, por lo tanto, promover acciones de alcance diplomático.

Uno de sus más aplicados exponentes es, por supuesto, el gobierno argentino de Mauricio Macri, que desde su asunción replicó todos los dictámenes desfavorables contra Venezuela y se ofrece como articulador en las acciones que, en palabras del grupo limeño, “restablezcan la democracia” en ese país. Ofrecimiento directamente relacionado con los lineamientos de EE UU, a tal punto que, según afirmaron a este medio fuentes muy confiables cercanas al gobierno de Nicolás Maduro, el Estado argentino habría sido mensajero de una oferta del propio Donald Trump en la visita del jefe de Gabinete Marcos Peña a Cuba, el 26 de mayo pasado: si el nuevo gobierno de Miguel Díaz-Canel condena a Venezuela, EE UU restablecería las relaciones iniciadas por Barack Obama en 2014, actualmente congeladas. El chavismo afirma que la respuesta del gobierno cubano fue un rotundo no, invocando su propia soberanía e independencia. Confirmarían esta versión el hecho de que, días después, la primera visita oficial del cubano como presidente fuera a Caracas, y que el viaje inmediato de Peña, luego de Cuba, lo llevara a Estados Unidos. ‰