Finalmente, murió Isabel de Inglaterra, cuyo reinado fue el más longevo del mundo, superado sólo por Luis XIV de Francia: casi 71 años. La prensa del mundo se lanzó a hacer un balance que se asemeja más a una operación de maquillaje político que a otra cosa. Así Isabel aparece en las páginas de los diarios como «fuente de estabilidad», «abogada de la paz», «enamorada de su marido Felipe», «sin poder real», «dedicada totalmente a su nación», y por eso fue «La reina del Pueblo».

Como señaló el periódico conservador The Daily Telegraph: «La Corona puede ayudar a asegurar traspasos tranquilos y pacíficos del poder político… como hemos visto sólo esta semana. El deber público final de la reina era supervisar una transición sin problemas del poder ejecutivo que en otros países podría haber generado una crisis política y constitucional. ¿Cuántas otras naciones pueden cambiar sin problemas a su jefe de estado y líder de gobierno en una semana sin disturbios? La estabilidad del país se debe en gran medida a la presencia de la reina en su corazón».

Sin desperdicio. Isabel fue soberana del Reino Unido, jefa de estado de 54 naciones del Commonwealth y 16 otros estados independientes. Y, aunque todos prefieren no recordarlo, el primer ministro del Reino Unido no es elegido ni por el voto popular ni por el del Paramento; es la Reina la que lo convoca a «formar gobierno». En general, ella convocó al político que podía comandar una mayoría parlamentaria, pero no necesariamente. Por ejemplo, en 1957, después del enfrentamiento con Egipto sobre el Canal de Suez, se desató una crisis política de proporciones. Isabel, que apenas tenía cinco años reinando, convocó al líder conservador Harold MacMillan a formar gobierno. Esta decisión tuvo consecuencias históricas. MacMillan inició «la relación especial con Estados Unidos», volcó Inglaterra a las armas nucleares, aplastó en Kenya la Rebelión de los Mau Mau en uno de los genocidios menos conocidos del mundo.

La reina fue una multimillonaria, ultra conservadora, que operaba tras bastidores no sólo para mantener el status quo monárquico, sino también para evitar (o desviar) cualquier tendencia reformista. Jamás dudó de ejercer su poder en función del (muy disminuido) Imperio Británico. Así fue un pilar de la guerra sucia contra el Ejército Republicano Irlandés (la prensa lo justifica recordando que el IRA mató a Lord Mountbatten, su «querido» primo); apoyó a Margaret Thatcher en su enfrentamiento con los mineros del carbón y luego en la Guerra de las Malvinas; fue clave en el envío de soldados británicos a Iraq, Afganistán, y luego Siria. Toda intervención británica a través del mundo contó con el decidido apoyo de la reina «garante de la paz». Y en cuanto a estabilidad, depende cómo se lo mire. Su oposición a la autonomía escocesa es bien conocida, y se dice que miró con buenos ojos a Brexit.

Por debajo de toda esta operación mediática se oculta una crisis británica sin precedentes. No sólo por la debacle económica que significó el Brexit y la guerra de Ucrania, sino porque hace ya varias décadas que la Corona ha perdido mucho de su apoyo popular: los miles que salen a la calle a manifestar su «dolor» son equiparados por los muchos más que no lo hacen y que cuestionan el gasto que implica la Corona.

Ahora, con el impopular y cuestionado Carlos como Rey, las cosas se complican. Por eso están todos a la expectativa de que abdique lo antes posible para así poder nombrar al Príncipe William (más conocido como el marido de Kate) al que vienen preparando en la opinión pública desde hace ya una década.  «