El 18 de julio de 1936, militares encabezados por José Sanjurjo, Gonzalo Queipo del Llano, Emilio Mola y Emilio Goded se sublevaron contra el gobierno del Frente Popular español que, en elecciones, había derrotado a la derecha por escaso margen. El clima político de una creciente violencia fue la excusa de los elementos más reaccionarios de las FFAA que conspiraban para derrocar al gobierno democrático.
Si bien los alzados no contaban con aliados en las guarniciones más importantes del país, sí tenían el respaldo de la oligarquía terrateniente, los partidos de la clase dominante, monárquicos carlistas, la Iglesia católica y la Falange –un grupo facistizante y clerical de poca envergadura pero con una milicia organizada- dispuestos todos a liquidar las medidas impuestas por el gobierno reformista de Manuel Azaña. Curiosamente, el general Francisco Franco, al mando del ejército de Marruecos, no tuvo un rol preponderante en los planes iniciales e incluso algunos historiadores sostienen que dudó en sumarse a la conspiración, pero la extraña muerte de Sanjurjo en un accidente de aviación a sólo dos días del inicio de las operaciones, lo catapultó al primer plano.
El Frente Popular (Izquierda Republicana, Partidos Socialista, Comunista, Sindicalista, libertarios y los nacionalistas catalanes y vascos), tenía el apoyo de las dos centrales obreras, La UGT (socialista) y la CNT (anarquista) que promovieron la reacción popular. En Madrid, José Giral, que remplazó al renunciante Casares Quiroga, entregó armamento a las milicias obreras y en Barcelona una inédita colaboración entre la CNT, la Guardia Civil y la Guardia de Asalto consiguió abortar la insurrección. Pero con la inestimable ayuda de las potencias nazifascistas (Alemania e Italia) y su vital apoyo aéreo, el «bando nacional» logró avanzar hasta zonas donde suprimieron todas las libertades, disolvieron los partidos (excepto la Falange), cancelaron las reformas y devolvieron a sus antiguos propietarios las tierras repartidas por la reforma agraria. La Iglesia reinstaló su poder omnímodo, recuperó subvenciones estatales y logró la abolición del divorcio y el matrimonio civil. Nacía el nacional-catolicismo que perduró cuatro décadas. Hubo fusilamientos sin juicio previo, torturas, desapariciones.
El desenlace de la dura guerra, en la que murió un millón de españoles, tendría lugar en Madrid. Hacia las afueras de esa ciudad avanzaron las tropas nacionalistas, pero al grito de “No pasarán”, los partidos, los sindicatos y el grueso de la población madrileña inició una resistencia que se prolongó durante casi tres años. La última gran batalla fue la del Ebro, donde los republicanos desplegaron todas sus fuerzas a un costo humano de 100 mil bajas. El presidente Juan Negrín, convencido de la inminencia de una II Guerra Mundial insistía en “resistir para vencer”. Lo depuso el general Segismundo Casado. El 1 de abril de 1939, Franco ingresó en una Madrid devastada. Comenzaba una etapa ominosa en la vida de los españoles que marcó a fuego a quienes en todo el mundo luchaban por la libertad y la igualdad. Albert Camus escribió: “Fue en España donde mi generación aprendió que uno puede tener razón y ser derrotado, que la fuerza puede destruir el alma, que a veces el coraje no obtiene recompensa.”