En 1968 Francia es una orgullosa Nación que atraviesa una fase de prosperidad inusitada fundada en el auge de la economía mundial. Existe, en general, una plena confianza en el crecimiento sin límites de las fuerzas productivas, aunque hay 500 mil desempleados computados y otros 400 mil que no figuran en las estadísticas, circunstancia que comienza a tornarse preocupante. Las universidades funcionan como fábricas de mano de obra calificada. Medio millón de estudiantes se someten a una enseñanza esquemática impartida por viejos profesores cargados de prestigio. Sólo la Sorbona concentra 160 mil cursantes. Los partidos del orden prosperan a la sombra de Charles de Gaulle –le grandeur– un héroe intocable de la resistencia antinazi que gobierna sin demasiados obstáculos. La oposición de izquierda, lejos de impugnar los fundamentos del sistema, se limita a impulsar aisladas luchas reivindicativas.

En este contexto, una profunda insatisfacción subyace en los sectores juveniles. Los valores del vieux monde están en crisis, las estructuras educativas no responden a sus requerimientos y personajes como Ernesto Guevara, Ho Chi Min y Mao TseTung, adquieren el carácter de mitos que convalidan utopías. Así es como los claustros son invadidos por pequeños grupos obreristas e internacionalistas –los «grupúsculo», como serán denominados- que agitan ante un limitado auditorio la solidaridad con el pueblo vietnamita que lucha contra el invasor estadounidense y la necesidad de sepultar un modelo social jerárquico y deshumanizado para fundar un nuevo ordenamiento basado en la libertad integral del ser humano y la propiedad colectiva de los medios de producción.

La ola crece y en ella surfean pequeñas organizaciones trotskistas, anarquistas y situacionistas que compiten entre sí para orientar el nuevo rumbo. La impugnación está en marcha. «Profesores, sois viejos, vuestra cultura también» acusan las paredes. Nanterre, un gris conglomerado de bloques de cemento, construido para descongestionar la Sorbona es escenario de las primeras escaramuzas. En mayo, lo que se había iniciado como una algarada estudiantil se convierte en un poderoso movimiento que sacude los cimientos del sistema francés con acciones violentas, ocupaciones de fábricas y barricadas. Las detenciones se suceden por cientos. «¿Hasta dónde piensan llegar?» es la pregunta predominante. El filósofo Jean-Paul Sartre se convierte en uno de los voceros de la rebeldía, los artistas manifiestan su apoyo.

Los acontecimientos se precipitan, el 6 de mayo 30 mil activistas enfrentan a la policía en la plaza Denfert Rochereau. Se incendian automóviles y se levantan los adoquines de las calles. Resultado final de la jornada: 1150 heridos, entre ellos 345 de las fuerzas de seguridad. Cuatro días después París toda es una inmensa barricada. Entre el 13 y el 24, los jóvenes obreros controlan virtualmente los medios de producción pero no saben qué hacer con ellos. Poco a poco el poder vuelve a las manos de sus dueños. El fin de semana de Pentecostés se registran 70 muertos y 600 heridos en las carreteras francesas, para confirmar que, como decían los impugnadores: «Un solo weekend no revolucionario es infinitamente más sangriento que un mes de revolución permanente».

En junio mueren las últimas ilusiones, el 13 el gobierno ordena la disolución de todas las organizaciones responsables de la insurrección. Sin embargo, el camino abierto será transitado, con diferentes particularidades, en muchos otros lugares del mundo donde miles convertirán en acción lo que gritaban los muros parisinos: «Lo difícil es lo que puede hacerse enseguida, lo imposible es lo que toma un poco más de tiempo». «

*Periodista