El pasado diciembre, al cumplirse tres años de su mandato, Andrés Manuel López Obrador (AMLO) realizó un balance de su gobierno y respondió a las críticas que se le han formulado por dotar de creciente protagonismo a los militares en la política interna del país. Las Fuerzas Armadas “nacieron con la revolución mexicana”, por lo que “los soldados son el pueblo uniformado”, expresó, aseverando que ya no violentan los derechos humanos.

Sin embargo, los propios datos oficiales desmienten sus dichos. Solo en lo que va de su gestión, la escalada represiva y los asesinatos han tenido al Ejército y la Marina como dos de sus principales responsables. No estamos ante un problema coyuntural ni frente a manzanas podridas que, eventualmente, puedan contaminar al resto de un cesto sano, sino frente a una estructura estatal permeada por lógicas de narco-criminalidad, corrupción y ejercicio del terror de mediano y largo aliento.

El argumento que utilizan quienes defienden la política de AMLO se basa en dos supuestos: por un lado, un discurso nacionalista que, en línea con la retórica de la 4T, revaloriza y dota de confianza plena a un ejército caracterizado por la ejecutividad y disciplina, que no se ha visto involucrado en golpes de Estado ni en interrupciones de procesos democráticos en el último siglo. Por el otro, la necesidad de enfrentar y lograr derrotar a poderosos cárteles del narcotráfico y bandas criminales que asolan al país desde hace décadas.

Es cierto que la militarización no se inicia con AMLO, sino que se remonta, como mínimo, a las prácticas de contrainsurgencia desplegadas en el sur de México contra el EZLN y otras guerrillas, aunque dan un salto con el gobierno de Felipe Calderón y la implementación de la llamada Iniciativa Mérida. Su retórica belicista de “guerra contra el narco” desencadenó una espiral de violencia casi sin precedentes. Si al momento de su asunción en 2006 se registraban 880 homicidios por mes, a las pocas semanas la cifra creció exponencialmente, manteniéndose en alza. La gestión de Enrique Peña Nieto dio continuidad a esta lógica, tornándose las torturas, ejecuciones extrajudiciales y desapariciones forzadas prácticas habituales.

El triunfo de AMLO no redundó en un descenso de estos números ni en una política de desmilitarización: en promedio, durante su gestión se han producido cerca de 2900 homicidios por mes. Además, diversos organismos de derechos humanos han advertido acerca de la ilegalidad de normativas sancionadas en su mandato que exacerban el poder castrense, entre las que se destaca la Ley de la Guardia Nacional, que dio nacimiento a esta fuerza, denunciada como una continuidad de la intervención de los militares en la seguridad pública.

Si bien se define como “una institución policial de carácter civil”, de sus más de 100 mil integrantes, casi el 80% provienen del ejército y la marina. Con mando, estructura, reclutamiento, capacitación y formas de operar de carácter militar, en su corta existencia carga con numerosas denuncias por violación a los derechos fundamentales. Su accionar ha incrementado la militarización general del país, reforzada aún más por un Acuerdo Presidencial que, en plena pandemia, habilitó a las Fuerzas Armadas para ejercer tareas de seguridad fronteras adentro y comandar de hecho a la propia Guardia Nacional.

En este marco, las Fuerzas Armadas y la Marina han ampliado sus facultades, asumiendo en estos últimos tres años una infinidad de actividades ajenas a su rol tradicional: desde la construcción y gestión de aeropuertos, hospitales, bancos, puertos, aduanas y tramos del Tren Maya, hasta la entrega de programas sociales, medicinas, becas y materiales educativos. A contramano de la retórica austera de AMLO y de aquella consigna de “abrazos no balazos” agitada en plena campaña electoral, en 2021 la Secretaría de Defensa Nacional tuvo la mayor partida presupuestaria de toda su historia.  

De ahí que varios analistas sugieran dejar de hablar de militarización y opten por aludir al militarismo como rasgo persistente y estructurador del actual régimen político y la sociedad mexicana. Al margen de los recambios gubernamentales, lo que se consolida parece ser un estatismo autoritario tal cual lo definió Nicos Poulantzas: de contornos “cesaristas”, tiende a concentrar el poder en la cúspide del ejecutivo, combinando el respeto de ciertas garantías y reglas de juego democráticas (como las elecciones), con la degradación del Estado de derecho y la vulneración sistemática de algunas libertades civiles.

Sería un error considerar a este tipo de Estados como fuertes. Signados por crisis agudas, la utilización creciente de la coerción evidencia, al decir de Gramsci, que estamos en presencia de Estados débiles en términos hegemónicos. Un interrogante que deja abierto el contradictorio gobierno de AMLO es qué nivel de reversibilidad tienen estas tendencias autoritarias, que exceden sin duda a la figura presidencial.

Qué hacer con las Fuerzas Armadas es un dilema incómodo y de no fácil resolución para los proyectos políticos con vocación transformadora en la región. Tanto el pasado reciente como la trágica coyuntura por la que transita México, nos indican que dotarlas de mayores atribuciones es parte del problema y no la solución.