La destitución de Dilma Rousseff tenía una estricta agenda que los conspirados siguieron con precisión quirúrgica: tenía que abrirse el impeachment antes del inicio de las Olimpíadas de Río, y culminar el proceso final antes de la cumbre del G20 en China. El 5 de agosto no debía cumplirse el sueño del líder del PT, Lula da Silva -que en su momento de auge político internacional consiguió atraer para América Latina el mayor de los certámenes deportivos- con su sucesora en el gobierno. Hubiese significado darle un espaldarazo en medio del acoso mediático y judicial a que era sometida Dilma Rousseff desde que juró su segundo mandato, en enero de 2015.

El 5 de setiembre, en cambio, el que se sacará la foto consagratoria con Barack Obama y los líderes del mundo desarrollado en Hangzhou tenía que ser Michel Temer, «el destituyente». Y a eso viajó presuroso el ahora presidente, para buscar el respaldo en el gigante asiático que no puede lograr en su país, donde tiene una imagen negativa del 68% según la última encuesta de Ipsos.

Curiosa cumbre la que enfrentan los chinos, con un puñado de jefes de gobierno que estrenan cargos en medio de situaciones no demasiado claras. El caso de Temer es el más paradigmático y el jefe del PMDB -el partido de centroderecha que acompañó al PT en estos últimos doce años y se dio vuelta cuando comenzaron a soplar nuevamente vientos neoliberales- ahora encuentra el rechazo de los medios internacionales más influyentes, algo que en su país natal no le ocurre porque si llegó a ocupar el cargo fue por la presión constante de los grupos brasileños sobre la anterior gestión. Tanto el New York Times como Le Monde, que no se pueden tildar de «petistas», rechazan la forma en que la democracia brasileña resulta afectada por el golpe parlamentarios contra Dilma.

Está también el caso de la primera ministro británica, Theresa May, que llegó al 10 de Downing Street no por elecciones populares sino luego del referéndum para que el Reino Unido deje la Unión Europea, y uno que entra casi por la ventana, Mariano Rajoy. España es un invitado de cortesía a estas cumbres ya que su país no forma parte del G20. Rajoy llega con un cargo altamente cuestionado y luego de recibir el segundo cachetazo a su investidura y ante la perspectiva de ir a una tercera elección general en menos de un año. De todas maneras, se reunirá con Temer para hablar de inversiones y prometer acercamientos que difícilmente se puedan cumplir bajo su mandato. El que en este contexto parece más «prolijo» sería el argentino Mauricio Macri, que si bien está en medio de manifestaciones en su contra en su país por su política económica, al menos puede vanagloriarse de que llegó al poder mediante el voto ciudadano.

Mientras tanto en Brasil las calles volvían a llenarse de manifestantes que en forma espontánea salían a protestar por el golpe institucional contra la presidenta elegida por 54 millones de votos hace apenas dos años. Nuevamente hubo represión policial con bombas lacrimógenas y gas pimienta en Río de Janeiro y San Pablo.

La represión es la única arma fuera de la protección mediática con que cuenta Temer para imponer un plan económico que echa por tierra con todas y cada una de las políticas inclusivas que mantuvo el PT (ver columna aparte). El poder de los medios en Brasil es de tal magnitud que en una conferencia que dio el viernes desde el Palacio de la Alvorada, que deberá dejar en un par de semanas, Dilma Rousseff reconoció que su partido se dio cuenta tarde de la influencia decisiva de «cuatro o cinco grupos de medios» sobre el conjunto de la sociedad. O Globo, de la familia Marinho, fue clave para limar el poder de su gestión, y luego forzar el imaginario popular para aceptar la destitución.

O Globo había reconocido y asumido culpas por el apoyo al golpe de 1964 cuando se cumplieron 50 años de aquel otro atentado contra la democracia, que llevó al poder a una brutal dictadura militar que mantuvo en cautiverio y torturó a la ahora ex presidenta, por entonces militante de un grupo armado.

La parábola de todo este proceso de impeachment es que aquellos militantes habían apostado por la lucha política en 1985 y así pudieron llegar a cargos durante el periodo que acaba de concluir, como en cierto modo resaltó Dilma Rousseff, y se quedan con el sabor amargo de que la derecha nunca acepta perder el control social. Ni aun cuando en estos años la gran burguesía ganó dinero como pocas veces en su historia.

En Shanghai, ni bien llegó desde Brasilia para el encuentro del G20, el canciller de la gestión de Temer, José Serra -dos veces derrotado en las urnas por el PT- se permitió sermonear a sus vecinos regionales, al responder una pregunta sobre el enfrentamiento con el gobierno uruguayo en torno al Mercosur. «Tengo certeza de que nuestras relaciones con Uruguay mejorarán, pero no tengo la misma certeza respecto de Venezuela o frente a las medidas adoptadas por Ecuador y Bolivia (que retiraron sus embajadores de Brasilia), que se están dando un tiro en el pie de ellos mismos. Espero que tengan madurez para aprender de la experiencia democrática brasileña», dijo sin inmutarse. Serra gestiona esa foto de Temer con Obama porque la considera clave para consolidarse ante el escenario internacional.